martes, 19 de enero de 2016

Para los hijos de la violencia


Hoy hablaré de mi generación. O mejor dicho, un pedacito de ella. Debo decir que el tema me incomoda un poco. No me gusta. Quizás sea porque todavía me da vergüenza y me cuesta también reconocerlo. Sobre todo a estas alturas.

Es más, quise hacer un experimento previo. Se me ocurrió preguntarle a un grupo de amigos sobre la cuestión con el fin explorar antes de publicar algo al respecto. Me interesaba conocer otras experiencias cercanas y la pregunta que les dejé caer de un momento a otro fue: “¿A ustedes les pegaron alguna vez cuando chicos?” La reacción inmediata fue repetida a coro: “Nooooooo”.

Me quedé muda y el silencio se impuso en el lugar. Mejor cambiar el tema, pensé. Pero no quise. Algo me frenó, así es que volví a insistir a riesgo de no ser comprendida. “¿En serio? ¡Bah! Entonces yo fui la única a quien le pegaron. Qué mala suerte”. Me eché un tremendo roll de camarón tempura envuelto en palta a la boca, y en seguida a otro para no seguir hablando como suele pasarme cuando me pongo nerviosa. Mientras masticaba, sentía que la presión se me había subido a la cabeza. El corazón latía fuerte y mi cara ardía. No quería que me vieran con lástima o extrañeza, aunque era evidente que ya me sentía como un bicho raro… Acaso era la única extraterrestre a quien sus padres solían mechonear o violentar físicamente cuando con mi hermana no nos comportábamos como era esperable por ellos.

Pero después de un rato y de aterrizar la conversación a situaciones más concretas, resultó ser que ya no era la única. Eran varios los que alguna vez sufrieron desde cachetadas o coscorrones hasta correazos o tirones por las patillas.

Una cosa que me llamó la atención es la tendencia a minimizar los hechos: “Bueno, a quién no lo agarraron de las mechas cuando soltó al conejo de la jaula, rompió el jarrón de porcelana mientras hacía una pataleta o hizo llorar a la hermanita pequeña” o entre risas “Y el clásico pellizco de la mamá por debajo de la mesa para que los invitados no vieran. Ese dolía más que la cresta”. El mismo amigo recordó que su madre siempre le decía: “¿Vamos al baño?” y como ya sabía la tanda que le esperaba allí, en un arrebato de rebeldía y delante de todos, le gritó “¡No pienso! ¡Siempre me pegas cuando vamos al baño!”… Pero la sentencia ya se había dictaminado y de nada bastó que sus tíos intentaran abogar por él, porque al final de la noche y habiéndose ido el último invitado, el pobrecito sufrió las consecuencias y por partida doble por desobediente e insurrecto. Otra amiga contaba como a los cinco años y harta de que le tiraran el flequillo por cualquier cosa, un día se encerró en la pieza y se lo cortó casi al rape con la primera tijera que encontró. Acto seguido, apareció donde su mamá con un pelón impresionante y ante la cara estupefacta de ella le advirtió: “Ahora nadie va a poder tirarme más la chasquilla. Nunca más”.

Todos nos reímos por un buen rato de estos testimonios. Y así fueron apareciendo otros recuerdos hasta que prácticamente ocho de unos diez u once amigos, habíamos tenido más de un abuso de fuerza por parte de nuestros progenitores o algún adulto responsable de nuestra crianza. En general, varios estaban de acuerdo con que este el peor camino para disciplinar a sus niños pero también hubo quienes apoyaron esta práctica.

“Es bueno pegarle a los niños de vez en cuando. De lo contrario, se te suben a la cabeza”. Dijo una chica y su esposo estuvo de acuerdo. Por más que agradezca la sinceridad, a mí me choca tanto oírlo porque no podría estar más en desacuerdo con esa medida. No sé… es como que la rabia me invade y ya pierdo toda objetividad.

Así es que como no estoy en el corazón de nadie y sólo puedo hablar de lo que me pasó a mí, esta vez voy a referirme de las consecuencias que estas vivencias han tenido sobre mi personalidad y también cómo influyeron en las elecciones que fui haciendo durante la vida. Y es que el castigo físico me llevó a ser una niña muy tímida y extremadamente insegura. Con un miedo a la autoridad tremendo. Era cosa de ver a un adulto enojarse, ya fuera un vecino, profesor, papá de alguna amiguita o tío, para que la ansiedad me embargara completamente y de alguna u otra forma, terminara “achacándome” internamente las responsabilidades de lo que ocurría.

Hoy puedo mirar hacia atrás y constatar las implicancias que ha tenido crecer con la represión concentrada la garganta. En ocasiones dejarme pasar a llevar por jefes maltratadores en el trabajo, callar mis puntos de vista, no defender mis derechos como consumidor, no atreverme a hacer cosas que quería y dejé pasar, por temor a las consecuencias, indecisión extrema… en fin. Podría enumerar hacia abajo los efectos de una crianza autoritaria pero no viene al caso. Qué lata además.

Mi punto es otro. Y es simplemente plantear la necesidad a nivel colectivo de una educación más integral que incorpore el campo cognitivo con el emocional. Una formación más amorosa y aceptadora que desde pequeños nos enseñe a reconocer nuestras emociones y sentimientos. Si el niño tiene una pataleta, quizás antes de anticipar que “está manipulando o anda con la maña” podría enseñársele a identificar qué es aquello que está sintiendo. Como adulto hacer el ejercicio de detenerse un poco y atender la situación, sin reaccionar con el piloto automático. Preguntas tan simples que indaguen el campo de experiencias como “¿Qué es lo que te da pena? ¿Por qué? ¿Qué sientes cuando esto pasa?”, por ejemplo, pueden contribuir poderosamente para que aprenda a identificar qué le ocurre, entender su reacción y en consecuencia, conocerse a sí mismo.

Pero cuando se utiliza el castigo inmediato como medida de represión, no educamos nada. Autoconocimiento: las pelotas. Así pasa el tiempo hasta que ya somos adultos y no sabemos identificar qué nos ocurre y por qué. Y si pensáramos, por ejemplo, que la autoestima es la piedra angular para una vida más plena, con elecciones conscientes sobre el tipo de pareja que nos hace mejor, profesión u oficio, estilo de vida, la cuestión ya cobra otro matiz. Es sabido por casi todos que durante la edad temprana se forjan a fuego cuestiones tan esenciales como la confianza tanto hacia el mundo como hacia sí mismos.

Pero en cambio observo a mi alrededor, pienso en los niveles de depresión, stress y tantas otras afecciones contemporáneas que digo cuánto hay de nuestras historias puesto acá.  “Por la razón o la fuerza” dice nuestro escudo. Miro para atrás en mis líneas familiares y veo generaciones que se pierden en el pasado, con la misma historia pero con mayor brutalidad. Abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, tatara-tara abuelos… inmigrantes que vinieron de Europa huyendo de la postguerra y con una serie de traumas que iban desde el desarraigo absoluto y el shock por haber vivido en carne propia los horrores de las miserias humanas. No tengo idea, si bien las dosis de violencia se han ido dosificando, en materia de salud mental la prevalencia de diferentes trastornos en nuestra sociedad actual, me llevan a pensar en dolencias del alma que de alguna forma es necesario que comencemos a mirar para reparar en nosotros mismos y evolucionar hacia las generaciones venideras o que hoy se están formando.

Durante mi paso por psicología, coaching y meditación, fui reparando lo que toda mi infancia y adolescencia se constituyó en una herida abierta que me costó años cicatrizar. Fueron años de trabajo porque al principio tendí a negar lo ocurrido, no pensaba en ello, pero bastaba una situación que me pareciera injusta, para accionar un botón que me hacía estallar en rabia y pena de manera bien poco proporcionada para la situación a veces. Pero no lo podía controlar. Después de un rato y con los ojos rojos aún, me daba cuenta de que había sobredimensionado los hechos, pero a veces era tarde y lo había pasado tan mal que me costaba rearmarme para seguir adelante. Sin embargo, hoy puedo decir que lo hice o por lo menos en gran medida, porque logré perdonar y aceptar la realidad como parte de toda una historia donde desde generaciones hacia atrás se perpetuó la violencia como método disciplinario.

Así es que cuando con la compañía de personas claves que me ayudaron -entre ellas mi psicóloga y amiga Karen Moënne a quien le dedico esta nota- por fin lo acepté. Y aunque no lo comparta por ningún motivo, hoy lo acepto como parte de mi historia, de lo que me tocó vivir y por último gracias a quien soy hoy en día. Celebro en el alma haberme liberado del resentimiento en el que estuve atrapada por años de años. Así es que nunca es tarde. Y si hoy pongo a disposición mi experiencia para invitar a quienes sepan de lo que hablo a no sentir temor de mirarlo y reconocerlo. Quizás como a mi les pase que les cueste poner límites, decir que no y hacer valer algo tan simple como una opinión. Como sea, creo que lo importante es procurar sanarse a uno mismo. De la manera que sea para no repetir y perpetuar la pauta con las generaciones venideras.


Ahora voy a llamar a mis papás para contarles que publicaré esto. No quiero que se sientan mal porque ellos a sus veintitantos años, también estaban aprendiendo con las herramientas que tenían. Y pese a su inexperiencia, tuvieron miles de otros aciertos… de los cuales más allá de habernos dado la vida, siempre les estaré agradecida. 

6 comentarios:

  1. Muy de acuerdo Vito, la dualidad entre no estar de acuerdo con los, tan naturalizados, castigos físicos y comprender que nuestros padres también tienen su historia y claramente nos dieron su mejor esfuerzo. Por lo mismo estoy muy de acuerdo con visualizarlo, trabajarlo y agradecer lo que nuestras familias de origen nos han entregado.

    ResponderBorrar
  2. Interesante el tema. Ayuda a las que somos madres a tomar consciencia de q tenemos q tratar de respirar, contar hasta diez y dialogar más. Jugar más con ellos desde el disfrute. No es fácil la labor de padres.

    ResponderBorrar
  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderBorrar
  4. Que buena reflexión, y si indagamos el porque de los golpes....capaz que estemos frente a un mandato patriarcal que está en la base de nuestra cultura. Cuantas madres castigan a sus hijos para que el "papá" no se enoje???

    ResponderBorrar
  5. En este momento solo puedo decir que estoy conmovida.

    ResponderBorrar