jueves, 14 de abril de 2016

Demoliendo hoteles


Estos días han sido tan revueltos. De locos. Idas y venidas, traslado de mis cosas, poner todo en orden para llegar a tiempo de cerrar “el boliche” a fin de mes y volar con nada más que mis dos maletas y mi gata de vuelta rumbo al norte del continente. Por más que me esfuerce en ser minimalista, fue inevitable enfrentarse a la agobiante selección de las cosas que se guardan con el tiempo. Y aunque sentía real aprecio por muchas, no me quedó otra que cerrar los ojos y soltar todo lo más que pude. Fue una prueba de desapego brutal, porque aunque cuente con mis amigos que me harán el favor de guardarme cosas tan preciadas como mi piano, cuadros y muebles restaurados…el dejarlos atrás me ha costado algo más de lo que pensé. “Soy tan sentimental” me recrimino siempre. Pero si me detengo un poco para reflexionar, es un costo marginal frente a este estilo de vida que resulta bien poco convencional según mis modelos familiares disponibles.

Así es que a pesar de que todavía me espera un fin de semana más de orden para terminar de desocupar la bodega y dejar vacío el departamento, soy consciente de que este camino lo estoy eligiendo yo y que a fines de este mes regresaré a Estados Unidos en busca de mis afectos y la vida que dejé stand by en noviembre del año pasado.

Haciendo un recuento hacia atrás, ya vamos a cumplir un año que iniciamos este experimento loco, un poco conversado y otro poco improvisado con Andrés. En vista de que las cosas no se veían muy bien desde el punto de vista personal y de pareja, decidimos aplicar un sistema que no truncara el desarrollo profesional de cada uno y las ganas de emprender nuevos desafíos.

De esta manera que resolvimos apartarnos de la ruta que han iniciado la mayoría de nuestros amigos y conocidos, para diseñar una vida acorde a nuestra nueva realidad y que de todas formas nos abriera las puertas para transitar por nuevas aventuras y desarrollarnos en tantos niveles como sea posible. Por nuestras profesiones y visas, la realidad es que no tenemos las mismas oportunidades y el hecho es que yo como psicóloga no puedo ejercer en ningún caso a menos que hiciera un doctorado que está nada más lejos de mis aspiraciones de corto plazo. Así es que después de abrir muchas conversaciones y negociaciones, finalmente resolvimos vivir seis meses juntos y seis meses separados durante los años que sea necesario. Y es que ninguno quiere coartar el desarrollo y la vocación del otro.

En mi experiencia, cuando se opta por una familia de a dos -vale decir sin hijos- uno de los valores fundamentales que se ponen sobre la mesa es una libertad infinita para viajar, emprender, estudiar y hacer todas esas cosas descabelladas que siempre soñaste pero que tarde o temprano debes renunciar por un buen tiempo hasta que tus hijos sean independientes. Quizás lo que se tranza acá es la estabilidad a cambio de la libertad.

En una oportunidad, terapiándome con mi psicóloga yo le preguntaba con preocupación qué pasaba con mis raíces, que sentía como si no tuviera. Un cambio tras otro, de casa, de ocupación, de ideas y proyectos. Recuerdo que después de hacerme abrazar los árboles de una plaza por un largo rato, me dijo algo que me hizo tanto sentido y que tiene que ver con el hecho de que hay personas más etéreas que otras, pero que no significa que no tengan arraigo. Por el contrario, si lo tienen pero sus raíces no son las cosas ni los lugares, sino que las relaciones. Y en mi caso es así. Vivo rodeada de amigos entrañables con los que he cultivado relaciones profundas y en realidad es la gente que quiero la que me hace volver a los lugares y me da la libertad de partir en un nuevo viaje ya que de alguna forma siempre están conmigo. Conectados permanentemente.

Aterrizando todas estas reflexiones a un plano más concreto, la ruta se despeja de la niebla que me producen los temores y el mirar para el costado. Así es que mientras esté en Estados Unidos podré dedicarme de cabeza a escribir y acá en Chile, continuar con mis procesos de coaching individual y organizacional. No tengo idea cuánto iremos a sostener este sistema, pero lo cierto es que le da un nuevo impulso a una relación que venía a la baja desde hace ya un tiempo. Y no creo que él se enoje al leer esto que escribo porque es la pura verdad.

Después de cuestionamientos eternos e infinidades de planes que no pasaron de ser propuestas para morir en el océano de las intenciones, hoy siento que por primera vez nos decidimos en dar un salto motivado ya no desde la plataforma del “deber” sino que impulsados por el trampolín del “querer”. Mi sensación es de no tener límites para nada. Es un volver a descubrir el mundo y ver la vida con nuevos ojos para comenzar a trazarla desde ahí. Siento que de alguna forma me cansé de ser la oveja que sigue fielmente a un rebaño desprovisto de sentido, solo para cumplir con los mandatos sociales establecidos. Siendo bien honesta, tampoco cuento con la disposición anímica para resignarme a esta condición. Algo en mi se ha despertado, un fuego interno y rebelde que se resiste a seguir buscando encajar o amoldarse para ser aceptado. Muchos años perdí en este camino estéril. Por el contrario, mi declaración hoy es fluir con la vida y con aquello esta vez se acomode sin necesidad de forzar su curso natural. Quizás con qué me sorprenda.


Sé que muchas personas que forman parte de nuestro entorno no lo entienden y tampoco espero que lo hagan. La verdad es que si me lo hubiesen contado hace un par de años, cuanto estaba en medio de los tratamientos de fertilidad y las terapias de pareja, jamás lo hubiese creído. Pero mi realidad de hoy es muy distinta y ya no estoy dispuesta a seguir empeñando mi felicidad por nada ni por nadie. He dicho.