No conozco persona a quien el amor de pareja le sea 100%
indiferente. No importa si estás soltero, separado o viudo, todos en alguna
medida desean encontrar una figura de apego que represente el amor y el
cuidado. Contar con alguien con quien acompañarse, divertirse, crecer y
sentirse seguro, es una necesidad humana que no mira género, edad ni pasado.
La pregunta que me ronda por estos días es qué tan cierto es
que el amor sea para toda la vida y hasta dónde somos capaces de mantener las
promesas que hicimos cuando este sentimiento desaparece o se debilita por la
razón que sea. A veces hay hijos de por medio y todo un sistema que se articula
en torno a la familia, que más vale considerar antes de decidir poner punto
final a los años de relación. Y otras, en que el peso de la costumbre o el
temor a la pérdida, hacen que cualquier movimiento nos parezca que debemos
mover montañas imposibles.
Conversando con mis amigas, nos hemos cuestionado seriamente
si es el modelo que Hollywood nos ha querido vender como parte de su negocio y
que nosotros hemos comprado a ojos cerrados para hacer de la realidad una
ficción que sea más llevadera. Algunas de ellas se encuentran en la situación
de querer recomenzar una vida afectiva de la mano de otro hombre pero lo que
las detiene son sus hijos, su situación económica o el temor de tener que salir
nuevamente al mercado estrenando el status de “divorciada”.
Recuerdo que hace poco estábamos celebrando una noche de
chicas. Esas maravillosas instancias en las que se divaga sin rumbo por las
diversas constelaciones de la vida y que quizás ya al asomarse el final, te
acercas a ese punto más íntimo y verdadero, donde no es necesario explicar nada
ni sostener ningún tipo de fachada. Y es simple: Ninguna tiene la vida color de
rosa que se pinta en el cine y tampoco es que esté llena de dramas o
sinsabores. Es real, con los avatares propios de la vida de gente común y
corriente. Por fin llega el momento donde el silencio se agradece. Ese en el
que ya comiste, bebiste y estás dando los últimos sorbos de café -muy
lentamente- para estirar la velada lo máximo posible porque sabes que tus
amigas hicieron una logística no menor para poder dejar a sus hijos y lograr
coincidir, como en los viejos tiempos. A propósito de los desamores una de
ellas declaró: “Yo tendría que pasar un año completo sintiendo asco de estar
con él para decidirme a dar un paso al costado”. En seguida otra contestó: “Ah
no, yo por lo menos dos”.
Yo las escucho atentamente y me trato de poner en su lugar
haciendo caso omiso a lo asfixiante que me resultan sus encrucijadas. A pesar
de que no tenga hijos, puedo llegar a entenderlas. Y es que nadie en su sano
juicio querría hacer sufrir a sus cachorros en vano. Poner punto final se
requiere valentía, paciencia y la disposición para tener que asumir
consecuencias desestabilizadoras para el sistema familiar completo, tanto para
la pareja como para los hijos. Por ejemplo, el cambio de casa o de colegio.
Casi todas coinciden en renunciar a todo menos a esto último. Podría detenerme
largamente en este punto porque da para mucha reflexión, sobre todo de nuestra
sociedad chilensis, pero lo cierto es que muchas tendrían mayor voluntad de
sacrificar otros ítems, en vez de hacerle pasar al niño o niña el difícil
proceso de desapegarse de sus amistades y red social para comenzar todo de
nuevo. Suficiente el ya no contar con ambos padres viviendo bajo el mismo
techo.
Pero desde la otra vereda, qué cierto es que las personas
cambiamos y lo que hoy necesitamos, quizás mañana ya no. No se trata de ser
hedonistas o abandonarse a relaciones transaccionales, pero me hace tanto ruido
el saber que haya personas atrapadas en la compleja red de convencionalismos y
que hoy deban sostener como puedan un sistema que carece de sentimiento.
Cómo nos asusta la guillotina social, el juicio público. Y
si esto va a afectar a otros seres como los hijos, toda resolución parece
estrepitarse contra la dura pared de los acusados. La realidad es que son
tantas las veces que nos dimos festines frente a lo le ocurría al vecino, a esa
compañera del trabajo o al primo favorecido por la abuela, que cuando llega
nuestro turno de pasar a la plaza del pueblo, temblamos de solo pensar en ver rodar
nuestra cabeza ante las risas y miradas curiosas de quienes no hacen más que
satisfacer sus necesidades voyeuristas.
En mi caso personal, a pesar de haber firmado convencida mi
contrato nupcial, después de años y con una crisis de pareja de por medio, las
cosas cambiaron. Tras los fuertes cuestionamientos sobre si queríamos o no
seguir adelante con este matrimonio, he perdido la ilusión de que el amor sea
algo para toda la vida con la misma persona. Y no es que lamente esta pérdida,
por el contrario, agradezco haber tenido esta vivencia para aprender a valorar
el aquí y el ahora. Según mi experiencia, el vivir con la consciencia de que
nadie tiene el futuro asegurado y que la vida va cambiando día tras día, hace
que pueda valorar y mirar más detenidamente al hombre que tengo a mi lado.
Tantas veces que nos juramos amor eterno, nos empachamos de
comer perdices y una serie de promesas que no se sostenían por sí mismas,
porque ninguno de los dos era capaz de asegurarle a otro y a si mismo tales
condiciones futuras. Y muchas veces esas promesas que surgen desde el más
genuino sentir, con el tiempo van generando un efecto acumulativo que
trivializa la conciencia sobre el verdadero milagro del encuentro de dos seres
humanos coincidiendo en el mundo. “Te amo para siempre”. Listo. Es una
declaración que la reviste un carácter de sentencia.
Con el paso del tiempo, he descubierto en carne propia que
el amor hacia una persona sí es perecedero y puede extinguirse de manera
paulatina hasta que eso que te mantuvo unido con tu pareja durante años
desaparezca por completo. Evidentemente que existen muchos casos en los que
esto no ocurre y la pareja tiene la bendición de seguirse hasta la muerte,
incluso más unida que al momento de iniciar su historia juntos. Sin embargo, pienso
que no porque esto no ocurra signifique que las puertas se cierren para conocer
a otras personas que acompañen parte de tu camino. Algunos seguirán trayectos
largos, otros más cortos. Pero definitivamente sí creo en el amor para toda la
vida.
Las preguntas que me surgen son del tipo ¿Vale la pena poner
término a la relación cuando desaparece el amor? ¿Hay que renunciar a la
felicidad o encausarla hacia otros intereses o personas por fuera? ¿Está
permitido socialmente este camino para los padres con hijos o hay que esperar a
que estos vuelen del nido para rehacer la vida? ¿Cuánto es lo que vamos a
juzgar como sociedad a aquellos que deciden tomar decisiones en contra de los
mandamientos convenidos?.
Yo no tengo la respuesta. Todo esto me lo digo intentando
construir una opinión. Pero hay días que digo hay que seguir adelante contra
viento y marea, por último por una cuestión de lealtad… Y otros en los que de
ninguna manera que renunciaría a la felicidad si considerara que sola puedo
estar mejor o con otra persona.
Qué tal si nos dejamos de hablar de fracasos matrimoniales,
por ejemplo, y comenzamos a reemplazar estas palabras por aprendizajes y
experiencias… Quién sabe… a partir de nuestro lenguaje podamos modelar nuevos
campos emocionales también; como pasar del resentimiento a la gratitud o la
aceptación. Que el vecino se esté por casar por cuarta vez y que tenga hijos
con diferentes madres, no nos hace ni mejor ni peores personas. No es prueba de
nada, ni de que hemos hecho bien o mal las cosas. Basta de pensar de que porque
el otro ha hecho algo diferente o que juzgamos como negativo nos “eleva” el
nivel.
Por mi parte, si bien espero que podamos seguir juntos mucho
tiempo más, no puedo pretender ciegamente que mi pareja me ame para toda su
vida, pobre… tendría que soportar todas mis tonteras y caprichos “forever”. Quizás
terminaría por tirarse por la ventana antes. Y yo no quiero que eso le pase.
Menos por seguir un mandato social.
Me inclino a pensar que cuando el amor se termina
irremediablemente, las personas tienen el derecho legítimo a rehacer sus vidas
y trazar su propio camino de aprendizaje. Finalmente, no creo que por defender
sistemas sociales, protegerse del escarnio público o temor al fracaso, tengamos
renunciar al derecho más fundamental que tenemos que es el de ser felices.
¿Qué piensas tú?
Es un tema que me hace mucho sentido!
ResponderBorrarMe parece de gran relevancia que las mujeres nos atrevamos a mirar nuestra relación de pareja con honestidad y valentía. Es fundamental para la arquitectura de la vida que estamos construyendo. A veces volveremos a elegir a la pareja con la que estamos y otras descubriremos que lo que necesitamos es dar un giro que nos abra la posibilidad de acceder a la tan ansiada y merecida plenitud. Todo ser humano tiene derecho a darse nuevas oportunidades en todos los ámbitos de su vida.
La vida nos abre espacios de aprendizajes inesperados, una mirada, una piel distinta ennoblece el espacio de sentir... Viva por quienes aceptan orgullosos un amor de sacrificios y de igual modos celebremos a quienes hacen del roce permanente del otro una vivencia personal de los sentidos.
ResponderBorrarSi vos determinás que tu relacion no va más y que ya nonhay vuelta atrás, entonces mi opinion es seguir adelnte hasta encontrar el camino. Por eso es importante nunca dejar de buscar y tampoco dejar de agradecer. Conciencia del aqui y el ahora.
BorrarSiento profundamente que la actitud de volver a elegirse cada día, desde ambas partes, es lo que te vuelve a enamorar con una mirada renovada y llama a dar lo mejor de sí para solucionar los problemas y salir adelante. Dormirse en los laureles creo que desde todo punto de vista es negativo, para la pareja y para la propia salud mental. Y bueno yo por nada renunció a mi derecho de ser feliz, prefiero los daños colaterales a que mi hijo crezca sin conocerme feliz.
ResponderBorrarQué buenos los temas q tocas en tu blog. Hay tantos tabúes y cosas q no se hablan. Nos falta evolucionar y aprender tanto como personas. Lo q me deja tranquila es tratar de pensar q a eso vinimos al mundo a aprender.
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