miércoles, 10 de agosto de 2016

¿En dónde tejemos la ronda? Despedirse de un ser amado


¿En dónde tejemos la ronda?
¿La haremos a orillas del mar?
El mar danzará con mil olas
Haciendo una trenza de azahar.

¿La haremos al pie de los montes?
El monte nos va a contestar.
Será cuál si todas quisiesen,
¡Las piedras del mundo cantar!

¿La haremos mejor en el bosque?
La voz y la voz a trenzar,
Y cantos de niños y de aves,
Se irán en el viento a besar.

¡Haremos la ronda infinita!
¡La iremos al bosque a trenzar,
La haremos al pie de los montes
Y en todas las playas del mar!

Gabriela Mistral


Así es el espíritu de mi abuela. Suave y tibio como la brisa del mar que juega con las olas. Así ha partido de este mundo, despacito y en el silencio de un sueño profundo. Así nos deja, mientras se aleja en una gran ronda de niñas, que entre risas, giran con sus largas polleras al viento. Todas han venido por la Bruni. Todas están juntas al fin y celebran este re-encuentro. La Rosita, la Alicia, la Ema, la Anita y su querida hermana Lucy. Dan vueltas y vueltas, agarradas de la manos hasta que desaparecen dejando una estela de azahar y un susurro a “no me olviden” en nuestros corazones.

Así es cómo elijo recordarla y así declaro que permanecerá por siempre en mi memoria: Tierna hasta el cansancio, paciente, risueña, preocupada por los detalles y llenándome de besos y caricias. Bastaba con su pura sonrisa para que fuera capaz de disipar cualquier preocupación de niño. No son muchos que como ella tienen esa especial sensibilidad para escuchar a todos, sin importar quien fuera o la edad que tuviera. Y no exagero porque así nos pasamos horas completas de mi infancia, yo acostada en el suelo de parquet, aún con mi uniforme escolar y jugando con el cable del teléfono, mientras conversábamos de lo que fuera… De todo y de nada a la vez. Aunque fueron pocas, hubo veces en que se negó y yo alcanzaba a escuchar que le decía a mi tía Jimena: dígale a la Totoyita que después la llamo yo. Y siempre me cumplió.

En sus historias me llevó de viaje por Europa innumerables veces. A veces nos dirigíamos hacia la parte oriental y otras, a la occidental. A través de sus ojos conocí primero que nadie la Torre Eiffel, los canales de Venecia, los paseos de Praga y la casa de Vincent Van Gogh en Ámsterdam. Con ella preparamos disertaciones, investigamos la historia de los instrumentos musicales y de connotados poetas y escritores que abrieron mi cabeza en múltiples y coloridas direcciones.

Durante tantos años fue mi heroína, mi referente… Y a pesar de que terminara siendo destronada por los nuevos ídolos de juventud ­-que empujaban por abrirse paso en la cabecilla de una adolescente-, nunca dejé de abrazarla en mi corazón. Ella lejos de reprocharme o cuestionarme el que mis visitas fuesen cada vez más fugaces, ahí permaneció. A mi lado siempre. Con una puerta abierta para acompañarme, estar atenta a los momentos más importantes de mi vida y por supuesto, a conversar una tacita de té con galletas museo, de champaña o "criollitas".

Cómo le encantaba la vida. Era una soñadora. Por ella aprendí a valorar cuestiones que hoy me resultan fundamentales y que sencillamente ya no podría vivir sin ellas. Viajar, leer un buen libro, escuchar a mi entorno y luchar siempre por mi independencia. En este sentido, ella fue siempre una pionera libertaria y la primera mujer que conozco que consiguió que su marido le pagaran un sueldo por dejar su trabajo para volcarse a las labores domésticas. Y hablamos de la década de los ´50…

Yo sé que muchas veces se sintió sola, deprimida, tuvo miedo y que debió a renunciar a muchos sueños en pro de aquello que consideraba que era lo mejor. En otras circunstancias fue menos comprendida por ser aprehensiva y “chapada a la antigua”. Sé también que era coqueta, tiernamente vanidosa y que le faltaron ocasiones para poder estrenar la cantidad de abrigos, accesorios y carteras como ella hubiese querido. Pero no me olvido de que siempre fue una agradecida y que encaró la vida con sentido del humor. Y lo cierto es que hasta el final se reía. Mientras todas las mujeres del hogar se sentaban a conversar, quejarse o simplemente mirar por la ventana, ella como podía buscaba algún motivo para sacarte una sonrisa o burlar a sus hijos para que se animaran con ella.

Sentada en mi escritorio, observo a través de mi ventana. Pareciera que va a llover. El sol sale y se esconde caprichosamente detrás de unas nubes más densas que la espuma del mar. Quisiera tanto que en este preciso momento se oscureciera todo y que se desatara una tormenta como las que abundan en esta temporada. Aunque sea tropical. Así, sería como que el cielo me trajera un pedacito del invierno que se vive en mi país… al final del mundo.

Desde el quinto piso del edificio alcanzo a cubrir bastante bien este rincón de la gran capital de DC. Puedo ver la plaza, las antiguas y coloreadas casas neo-góticas del vecindario y el frondoso árbol que cubre prácticamente la mitad de la visibilidad con su follaje verde-verano. Se ve todo tan tranquilo. La ciudad tan silenciosa… Impávida. Cómo le cuento lo que acaba de suceder… Por allá tan lejos en mis tierras, en el otro lado del mundo. Que mi abuela acaba de fallecer y que no puedo hacer nada más que sentarme a escribir, contemplado este escenario que hoy me resulta más ajeno que nunca.

Qué sabe esta ciudad de montañas, de mar y del amor infinito que puede sentir una abuela por su nieta. Lejos, muy lejos… Por allá donde se respira el aire marino, las gaviotas vuelan como unas locas desparramadas por el cielo gris y el sonido de los barcos al zarpar, despiertan cada mañana a sus porteños habitantes. Esos mismos que encaran la vida en el día a día, con su andar sereno y una estampa tan sencilla que ya nadie pareciera advertir. Qué sabe esta ciudad… Nada. No sabe nada.

domingo, 17 de julio de 2016

Armando, el mago de los jugos



Me gusta el olor que tienen la mañana,
Me gusta el primer traguito de café, 

Sentir como el sol se asoma en mi ventana, 

Y me llena la mirada, de un hermoso amanecer. 

Me gusta escuchar la paz de las montañas, 

Mirar los colores del atardecer, 

Sentir en mis pies la arena de la playa, 

Y lo dulce de la caña, cuando beso a mi mujer.

Salí de crossfit reventada. Esta vez nos mataron con la rutina. Ya cumplí un mes desde que comencé a ejercitar y aún siento que no le pillo la mano a los ejercicios, los implementos ni a la complejidad de las rutinas. Pero como me repite siempre mi amiga Camila: Todo es cuestión de tiempo. Casi al finalizar la sesión del día jueves, hubo un momento que me sentí mareada y que me iba literalmente a piso, pero finalmente logré regular la intensidad y terminar dignamente, sin ningún numerito de show. Eso sí, ni bien me despedí de mis compañeros y dejé el lugar, sentí un hambre voraz que me impidió hacer otra cosa que no fuera comer, comer, comer… Tal como la animación del demonio de Tasmania.

Caminé unas cuadras buscando una sandwichería o algo, hasta que finalmente encontré un verdadero paraíso natural. El lugar no era muy grande, pero funcionaba perfecto para capear el calor húmedo del verano norteamericano. Cuando empujé la puerta, unas campanitas anunciaron mi llegada al local y antes que cualquier persona, salió a recibirme un dulce frescor con aroma a mangos, manzanas, naranjas, jengibres, piñas y la variedad más colorida de frutas y verduras que se disponían en canastas.

Tenía una novedosa carta de smoothies y jugos naturales, que ofrecía desde las mezclas más exóticas hasta preparaciones específicas como curar el “mal de amores” o tónicos para “fortalecer la esperanza”. Yo me siento tentada de pedir un zumo de zanahoria con mango para darle una inyección de dulzor a mi organismo –“Qué delicia”– pienso.

Estar ahí era todo un espectáculo. El barista trozaba la fruta, la mezclaba en las batidora, la sazonaba a gusto, siguiendo las especificaciones de cada cliente, con una gracia tal, que todos animados lo seguíamos con la mirada. Me sorprende con qué habilidad va manejando los implementos para preparar simultáneamente los pedidos. No se le va ningún segundo y además se da el tiempo de conversar animadamente con las personas, haciendo de algo tan sencillo como beber un jugo, sea un momento especial.

Me llama la atención cómo su actitud de apertura, permite que las personas le conversen sobre los más variados temas, desde sus experiencias hasta sus sueños y aspiraciones. Por ejemplo, entra un chico y al cabo de un rato le cuenta con ilusión que está preparándose para correr su primer maratón en Noviembre, y él tras escucharlo atentamente le anota una receta para que se prepare smothies energéticos y hot cakes proteicos antes de entrenar.

Sentada en la barra observo la decoración del sitio. Me transporta a una antigua lechería, de esas que aparecen en los años cincuenta y que conserva el modelo de sentarse, consumir y pagar al final; algo que se agradece sobre todo cuando vienes con una sed o un hambre como la que yo tenía.

–¡Bienvenida! Me llamo Armando ¿Sabes ya lo que quieres o necesitas alguna sugerencia?– Me dice el delgado hombre de unos 45 años.

–Gracias Armando, qué bueno que sepas hablar español­ ¿De dónde eres?

–Nací en México, pero cuando cumplí la mayoría de edad me vine a Estados Unidos para probar suerte y acá me quedé.

Como muchas personas, entraron por la vía “ilegal” a este país y luego se fueron estableciendo, a costa de mucho esfuerzo y trabajo hasta que por fin, después de tantos años, el gobierno les otorgó la famosa “Green Card”. Me cuenta de lo que significó para él “sobrevivir” durante tantos años con lo mínimo y trabajar en lo que fuera para sacar adelante una familia completa. Y es que cuando no tienes seguro social, ni médico ni ningún beneficio que te permita acceder a mejores condiciones de cualquier ciudadano, el mundo puede llegar a convertirse en un lugar hostil y amenazante.

–Pero nunca dejé de trabajar, por el contrario. Si yo veía que la situación se venía más cuesta arriba, me conectaba más con mis sueños y con aquello por lo que sí valía la pena levantarse cada mañana.

Se ríe mientras me rellena mi vaso que ya iba por la mitad y continúa con su historia:

–Recuerdo el séptimo aniversario de matrimonio con mi mujer. Yo quería que fuera especial. Deseaba con toda mi alma que fuera inolvidable… No lo sé, tenía un presentimiento extraño… Como que sentía que debía hacerlo así porque algo ocurriría. Claro que éramos más pobres que las ratas. Con dos niños pequeños y mi salario de aquel entonces, evidentemente que no teníamos dinero para salir a comer o hacer un regalo costoso. ¡Así es que el desafío era grande!

En ese momento trabajaba como obrero en una empresa que contrataba mano de obra latina, para la construcción de edificios corporativos o sobre 7 pisos de altura. Así es que me la pasaba todo el día entre andamios y ladrillos por lo menos 12 horas al día.

Recuerda que esa mañana se levantó más temprano que nunca, casi al alba y cerró la puerta despacito para no despertar a su familia que aún dormía profundamente. Al salir rumbo a la parada del autobús, se detuvo a contemplar el cielo por unos instantes y cerró los ojos. Llenó sus pulmones con ese aire frío que quema la nariz, de una soleada pero invernal mañana de marzo. Sonrió y se sintió más vivo que nunca.

Apenas llegó, conversó con el capataz para que lo autorizara a retirarse una hora antes. Ya la recuperaría después. Trabajó en silencio toda la jornada y se disculpó amablemente con sus amigos cuando lo invitaron a la colación. Quería estar solo, conectarse con el día en que conoció a su mujer, en que la invitó a salir, se pusieron de novios y sobre todo cuando le habló por primera vez de dejarlo todo para venirse a estas tierras a buscar mejores horizontes de vida. Recordó los rostros de sus familias, el nacimiento de sus hijos y tantos momentos inolvidables que hacen que una pareja sobreviva en la adversidad del desarraigo, las frustraciones y el desgaste con el paso del tiempo.

–Y así me la pasé todo el día… Fue como un viaje a través del tiempo, pero con tickets al pasado.

Al finalizar su trabajo, aseado y dispuesto para retornar rumbo a casa. Se acercó a contemplar el atardecer desde la azotea de edificio. Como se encontraba en la obra gruesa, tenía una vista panorámica a la ciudad de casi 360º. Contempló los autos, las casas, los edificios y sobre todo, se detuvo en las primeras golondrinas que aparecían anunciando una pronta primavera. Volaban jugueteando unas con otras… Viajeras, llenas de vida. En ese momento se iluminó.

Se consiguió con sus compañeros un trozo de rollo de papel enorme y pasó a una librería a comprar la mayor cantidad de lápices, plumones y crayones que pudo. Iba feliz y apuraba lo más que podía el tranco para llegar rápidamente.

Nada más al llegar a su casa, cenar con su familia y acostar a los niños, le entregó un sobre a su mujer. Despacito lo abrió y quedó muda de la pura sorpresa: Era un pasaje hecho a mano para viajar a los sueños.

–Esa noche nos la pasamos la noche entera dibujando nuestra vida. Diseñamos y coloreamos los sueños de ella, como mujer, como mamá, como esposa y los míos. Luego los que compartimos... Todo así, tirados en el suelo de la casa. Por primera vez en años, desde que dejamos nuestra tierra, que volvimos a soñar. A re-pensar qué es lo que queríamos hacer y qué es aquello que nos hace feliz. Nos reímos como niños y lloramos abrazados.

Me confiesa que sin duda ese ha sido uno de los momentos más felices de su vida y la última imagen que quisiera ver el día en que tenga que partir.

Nos quedamos los dos en silencio, conmovidos. Siento que no tengo palabras para explicar lo que me transmite en aquel momento. Sí una gratitud inmensa por haber compartido conmigo una historia tan hermosa e inspiradora como la que acababa de oír.

–A partir de esta experiencia, pequeñas cosas comenzaron a ocurrir. En paralelo iniciamos un emprendimiento de cocina para los trabajadores de las obras en construcción. Con mi mujer cocinábamos en la noche y ella iba a la mañana y al mediodía con las colaciones en un citroneta vieja que logramos conseguir. Así fuimos progresando. Hasta que hoy estamos justo donde soñamos estar. Y lo mejor de todo, juntos. Hubo momentos de oscuridad donde tuvimos que buscar nuestro proyecto de vida y volver a revisarlo para recordar, replantearse, recobrar fuerzas que nos permitieran continuar con el camino.

Nadie más que él y su familia saben las cosas que atravesaron para estar hoy donde están: Las puertas que se les cerraron, los proyectos que se les frustraron y sin duda, los amigos que perdieron fueron quedando atrás en el camino. Y lo que ayer fue motivo de insatisfacción y de cierta forma frustración, hoy es capaz de observarlo con otros ojos. Porque sus dos hijos aprendieron a esforzarse en la vida y tener altos umbrales de resistencia al dolor. El mayor cursa segundo año de Ingeniería Química en la universidad, gracias a una beca deportiva y de excelencia académica.

–¿Y el menor?- Le pregunto.


–El menor es un soñador sin remedio… como sus padres.