¿En dónde tejemos la ronda?
¿La haremos a orillas del mar?
El mar danzará con mil olas
Haciendo una trenza de azahar.
¿La haremos al pie de los montes?
El monte nos va a contestar.
Será cuál si todas quisiesen,
¡Las piedras del mundo cantar!
¿La haremos mejor en el bosque?
La voz y la voz a trenzar,
Y cantos de niños y de aves,
Se irán en el viento a besar.
¡Haremos la ronda infinita!
¡La iremos al bosque a trenzar,
La haremos al pie de los montes
Y en todas las playas del mar!
Gabriela Mistral
Así es el espíritu
de mi abuela. Suave y tibio como la brisa del mar que juega con las olas. Así
ha partido de este mundo, despacito y en el silencio de un sueño profundo. Así
nos deja, mientras se aleja en una gran ronda de niñas, que entre risas, giran con
sus largas polleras al viento. Todas han venido por la Bruni. Todas están
juntas al fin y celebran este re-encuentro. La Rosita, la Alicia, la Ema, la
Anita y su querida hermana Lucy. Dan vueltas y vueltas, agarradas de la manos
hasta que desaparecen dejando una estela de azahar y un susurro a “no me
olviden” en nuestros corazones.
Así es cómo elijo
recordarla y así declaro que permanecerá por siempre en mi memoria: Tierna
hasta el cansancio, paciente, risueña, preocupada por los detalles y llenándome
de besos y caricias. Bastaba con su pura sonrisa para que fuera capaz de
disipar cualquier preocupación de niño. No son muchos que como ella tienen esa especial
sensibilidad para escuchar a todos, sin importar quien fuera o la edad que
tuviera. Y no exagero porque así nos pasamos horas completas de mi infancia, yo
acostada en el suelo de parquet, aún con mi uniforme escolar y jugando con el cable
del teléfono, mientras conversábamos de lo que fuera… De todo y de nada a la
vez. Aunque fueron pocas, hubo veces en que se negó y yo alcanzaba a escuchar
que le decía a mi tía Jimena: dígale a la Totoyita que después la llamo yo. Y siempre
me cumplió.
En sus historias
me llevó de viaje por Europa innumerables veces. A veces nos dirigíamos hacia
la parte oriental y otras, a la occidental. A través de sus ojos conocí primero
que nadie la Torre Eiffel, los canales de Venecia, los paseos de Praga y la
casa de Vincent Van Gogh en Ámsterdam. Con ella preparamos disertaciones,
investigamos la historia de los instrumentos musicales y de connotados poetas y
escritores que abrieron mi cabeza en múltiples y coloridas direcciones.
Durante tantos
años fue mi heroína, mi referente… Y a pesar de que terminara siendo destronada
por los nuevos ídolos de juventud -que empujaban por abrirse paso en la
cabecilla de una adolescente-, nunca dejé de abrazarla en mi corazón. Ella
lejos de reprocharme o cuestionarme el que mis visitas fuesen cada vez más
fugaces, ahí permaneció. A mi lado siempre. Con una puerta abierta para acompañarme,
estar atenta a los momentos más importantes de mi vida y por supuesto, a
conversar una tacita de té con galletas museo, de champaña o "criollitas".
Cómo le encantaba
la vida. Era una soñadora. Por ella aprendí a valorar cuestiones que hoy me resultan
fundamentales y que sencillamente ya no podría vivir sin ellas. Viajar, leer un
buen libro, escuchar a mi entorno y luchar siempre por mi independencia. En
este sentido, ella fue siempre una pionera libertaria y la primera mujer que
conozco que consiguió que su marido le pagaran un sueldo por dejar su trabajo
para volcarse a las labores domésticas. Y hablamos de la década de los ´50…
Yo sé que muchas
veces se sintió sola, deprimida, tuvo miedo y que debió a renunciar a muchos
sueños en pro de aquello que consideraba que era lo mejor. En otras
circunstancias fue menos comprendida por ser aprehensiva y “chapada a la
antigua”. Sé también que era coqueta, tiernamente vanidosa y que le faltaron
ocasiones para poder estrenar la cantidad de abrigos, accesorios y carteras
como ella hubiese querido. Pero no me olvido de que siempre fue una agradecida
y que encaró la vida con sentido del humor. Y lo cierto es que hasta el final se
reía. Mientras todas las mujeres del hogar se sentaban a conversar, quejarse o
simplemente mirar por la ventana, ella como podía buscaba algún motivo para
sacarte una sonrisa o burlar a sus hijos para que se animaran con ella.
Sentada en mi
escritorio, observo a través de mi ventana. Pareciera que va a llover. El sol
sale y se esconde caprichosamente detrás de unas nubes más densas que la espuma
del mar. Quisiera tanto que en este preciso momento se oscureciera todo y que
se desatara una tormenta como las que abundan en esta temporada. Aunque sea
tropical. Así, sería como que el cielo me trajera un pedacito del invierno que
se vive en mi país… al final del mundo.
Desde el quinto
piso del edificio alcanzo a cubrir bastante bien este rincón de la gran capital
de DC. Puedo ver la plaza, las antiguas y coloreadas casas neo-góticas del
vecindario y el frondoso árbol que cubre prácticamente la mitad de la
visibilidad con su follaje verde-verano. Se ve todo tan tranquilo. La ciudad
tan silenciosa… Impávida. Cómo le cuento lo que acaba de suceder… Por allá tan
lejos en mis tierras, en el otro lado del mundo. Que mi abuela acaba de
fallecer y que no puedo hacer nada más que sentarme a escribir, contemplado
este escenario que hoy me resulta más ajeno que nunca.
Qué sabe esta
ciudad de montañas, de mar y del amor infinito que puede sentir una abuela por
su nieta. Lejos, muy lejos… Por allá donde se respira el aire marino, las gaviotas
vuelan como unas locas desparramadas por el cielo gris y el sonido de los
barcos al zarpar, despiertan cada mañana a sus porteños habitantes. Esos mismos
que encaran la vida en el día a día, con su andar sereno y una estampa tan
sencilla que ya nadie pareciera advertir. Qué sabe esta ciudad… Nada. No sabe
nada.