viernes, 29 de enero de 2016

Mi gata sin pelo

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"Que la vida nos sorprenda ¡Chin chin!"

Juntamos nuestras copas con mi querida prima la noche de navidad, agradeciendo a la vida y declarando nuestro propósito de abrir el corazón para fluir con ella. Después de dar el primer sorbo de espumante, no tarda en entrar un mensaje de una amiga.

Dejo a un lado el trago y abro curiosa el whatsapp esperando que cargue la imagen. Es una gata. Rara. Exótica. Me impresiona lo que no tiene pelo, más que en su carita, la cual es manchada en blanco y negro dando un aspecto de completa seriedad. Es más, si se la mira detenidamente pareciera que siempre está enojada. Una esfinge enojada. Pero sin duda lo que más llama la atención son unos enormes ojos celeste cielo. Más abajo dice: Victoria, ¿Quieres a mi Cali?

Me sorprendo porque hace un año atrás exactamente y para esta misma fecha, ella la estaba esperando. Creo que la compró en Egipto, pero no estoy segura. Parece que acá no venden este tipo de animalitos de raza Sphynx y solo es posible encontrarlos afuera. Eso sí, siempre será una hembra que te envían por supuesto esterilizada para que no pueda ser reproducida posteriormente.

Miro a mi esposo. Su cara lo dice todo: “No”. Miro a mis padres y familia buscando algún rostro complaciente pero es inútil. Peor aún, no tardan en pronunciar sus sentenciosos juicios: “Olvídalo. Es un gato. Son traicioneros, huraños, interesados y se acercan a ti sólo si quieren conseguir algo a cambio. Si pierden el interés se van y nunca más vuelves a saber de ellos”- Como si fuera poco mi prima agrega en su argentino acento: “Boluda mal… mirale la cara. Es mala... no puedo verla del asco que me da. Y voy sos muy corazón de abuelita, si pensás en quedártela. Te lo advierto: si la adoptás, no vendré nunca más a Chile a verte ¡Sabelo!”.

Evidentemente que todas estas visiones me desmotivaron. Pero por alguna razón no quise contestarle nada a mi amiga aún… Ni que sí, ni que no. Esperé. No sé qué esperaba en realidad porque era evidente que nadie iba a cambiar su parecer. Es más, la cosa empeoraba porque cada foto que mostraba se tildada como más fea que la anterior.

No sé, algo se me removió internamente. Quizás algún resabio de instinto maternal frustrado, ni idea. Pero lo cierto es que logré convencer a mi esposo de ir a conocerla y ver si nos gustaba. En realidad a la que tenía que gustarle sobre todo era a mí porque evidentemente yo sería la única responsable en cuidar de ella, jugar, limpiarla, ver sus vacunas… todo lo que requiere una tenencia adecuada de mascotas.

Intenté mentalizarme de no tomar decisiones impulsivas de las que después me fuera a arrepentir. Y en el ascensor lo reforcé internamente como para no caer en la tentación. Mis amigas con gatos ya me habían advertido los costos que acarrean el tener felinos por mascotas: Chao tapizado impecable de sillones, cortinas y almohadones. Más vale olvidarse de un departamento inmaculadamente blanco. Las que me conocen bien podían predecir un fracaso rotundo, básicamente por mi obsesiva compulsión hacia la limpieza y el orden. Y que hablar de las restricciones a la libertad. “Oye con lo que les gusta viajar a ustedes, tener el animalito que sea va a ser un verdadero cacho en sus planes”.

Repasé todas y cada una de las visiones, intentando retener las más realistas. Si pensamos viajar a mitad de año, cómo nos arreglaríamos. Sin embargo, nada más entrar al departamento de mi amiga para que todas las palabras se las llevara el viento. En cuanto la vi no pude evitar alzarla y sentir que me derretía con su calorcito suave. Era considerablemente más pequeñita de lo que parecía en las fotos: -“Si parece una lauchita gris”- pensé. Jugamos un poco y media hora bastó para que me decidiera dar el paso… Bueno, en realidad fueron cinco minutos, lo reconozco.

Acordamos pasar a buscarla al otro día, así mi amiga se despedía de la que había sido su compañera por casi un año y yo compraba lo que hiciera falta. Al final, tenía más equipaje que yo cuando me fui a vivir a Estados Unidos. Entre sus juegos, casita, baño y ropa, hicimos una mudanza completa.

Lo terrible fue llegar y comprobar al minuto 1 que mientras me daba vuelta para llenarle su pocillo con agua, la gata había desaparecido. Después de revolver la casa por todas partes y de parecer una loca gritándole a mi esposo que revolviera bien las plantas… apareció. Se había ido por la terraza hacia la casa de la vecina de al lado. Sentí cómo el miedo ensombrecía toda mi determinación, para dar paso a una montaña de dudas y cuestionamientos. Y es que su desaparición me disparó mis más terribles juicios ¡Cómo va a ser posible que no sea capaz de hacerme cargo de un simple gato!

Le confesé a mi esposo de que no me sentía capacitada y que al día siguiente se la devolvería a mi amiga. Esa noche casi no dormí. A la mañana siguiente me desperté con el animalito hecho una pelotita a mis pies. Nos miramos por un rato. Me levanté a llenar sus pocillos con agua y el alimento especial. Mientras comía lentamente la observaba. Al terminar, se enroscó sobre mis piernas y así permaneció quietecita hasta que terminé de leer el diario y las revistas dominicales. No podría especificar qué fue pero algo especial ocurrió a partir de ese momento.

Durante esa misma mañana contacté a una empresa especializada en la instalación de mallas protectoras para terrazas que atendía las 24 horas y para cuando Andrés se levantó, ya mi angustia había aplacado dando un espacio de nuevas posibilidades insospechadas para mí. Y hoy no me arrepiento ni por un segundo. Es más a veces intento imaginar cómo sería el estar sola en mi departamento mientras mi pareja está tan lejos, por ejemplo. Y me cuesta. Ella se ha ganado un espacio en mi casa, mi vida y mi corazón.

Agradezco al universo por haberme dado la valentía que requiere fluir con la vida. Puede que alguien le parezca insignificante pero este simple hecho, para mí ha tenido profundas repercusiones. Me ha ayudado a flexibilizar mis propios estándares de orden y espacios, he podido comprobar que no pasa nada si se queda sola en la casa, que la limpieza se mantiene y que no era cierto que son animales ariscos e interesados ¡por el contrario! Es enferma de regalona, siempre me sale a recibir cuando llego, me hace acrobacias y piruetas mortales en el aire, se me acurruca mientras escribo, atrapa las fastidiosas polillas que me asustan cuando atolondradas entran por la terraza durante la noche y me sigue a todas partes como si fuera mi sombra.

Quien sabe acerca del espacio afectivo ocupado por una mascota, podrá entender lo que me está pasando hoy. Para algunos serán sus perros, caballos, canarios o incluso sus plantas. El compartir parte de mi mundo con estos pequeños seres que entregan tantas lecciones de amor no tiene precio. Ni siquiera el tapiz o los cojines valen una centésima parte de lo que te puedes llegar a enriquecer. Cuánto entiendo ahora a mis amigos veterinarios o admiro a quienes son capaces de olvidar sus propios asuntos por un momento y ayudar a encontrarle hogar a cuanto cachorrito callejero deambula por las calles capitalinas.

Para mí, de eso se está tratando la vida. De aceptarla como se nos va presentando, con apertura y osadía. Desafiar nuestros temores e ir más allá. Y qué mejor regalo que descubrirte riendo en mitad de la noche porque me ha despertado de un salto a mi cara mientras dormía profundamente. O tolerar que se me suba literalmente a la cabeza mientras leo o acostumbrarme a su ronronear como si fuera el motor de una avioneta que se activa en modo sueño después de las 10 PM. Si alguien me lo hubiese contado jamás de los jamases lo habría creído. Por este y otros motivos más, sólo puedo decir “gracias”. De no haber sido por mi amiga y por mi desobediencia, no sé si habría podido remover algún día mis juicios sobre si soy o no soy capaz de hacerme cargo de un animalito tan desconocido como lo era un gato y más aún, disfrutar así a concho de su compañía.

En este sentido el gato puede ser visto como un símbolo. ¿Cuántos “gatos” he dejado pasar en mi vida por temor, comodidad o la razón que sea?

¡Bienvenidos los cambios! ¡Que la vida nos sorprenda para abrazar a lo desconocido! Y mucho cuidadito con esta declaración, porque se cumple. Lo comprobé. Con el tiempo he aprendido que todo lo que decimos desde el corazón, incluyendo los sueños, se cumplen.

Buenas noches. Me despido desde mi computador con la Cali encima, viendo como teclean mis dedos rápidos, acechándolos hasta que intenta agarrarlos con ambas patitas… pensará que estoy jugando... Y un poco sí…

domingo, 24 de enero de 2016

Buscadores insaciables


He mirado por debajo de las sillas
He mirado por debajo de las mesas
He tratado de encontrar la clave
A cincuenta millones de fábulas
Me llaman El Buscador

The Seeker – The Who

Desde chica siempre fui una niña muy curiosa... pero MUY. Como para hacerse una idea, aprendí a movilizarme por mi propia cuenta a partir de los nueve meses y ya a los pocos años parecía una verdadera araña encaramada a los clósets en búsqueda de tesoros escondidos y millones de cosas que por alguna razón u otra, mis padres dejaban fuera de nuestro alcance. Fue así como días previos a la Navidad pillé todos los regalos del supuesto “viejito pascuero” para mí y para mi hermana; que en verdad la Fedora -nuestra catita- se había muerto y que en su lugar había una impostora igual a ella; que más vale mantenerse alejada de los remedios y que con las perlas… no se juega.

Por más que me advertían que no hiciera esto o lo otro, era inútil. Pese a que me caía una y otra vez, al rato volvía a levantarme para seguir con una aventura diferente. Yo misma tenía que comprobar los hechos de la vida, y de nada bastaban los sermones interminables de los mayores, cuando se me había metido una idea a la cabeza. Esta curiosidad fue encontrando su curso a través de mi avidez por realizar la mayor cantidad de experiencia, las que generalmente no prosperaban en el tiempo. A veces, la motivación me duraba lo que mi entusiasmo se mantuviera vivo hasta que la estructura terminara por disolverlo completamente. Y es que todo requería de una fastidiosa disciplina y de tiempo de dedicación: clases de piano, danza clásica, scouts, ciencias, patinaje, bicicleta, teatro, pintura… Y aunque lo último lo desarrollé más con el tiempo, se podría decir que picoteé un poquito por aquí y un poquito por allá, sin profundizar en nada realmente.

A diferencia de mi hermana o de mis amigas que se iban haciendo expertas en las actividades que desarrollaban a lo largo de los años, conmigo no había caso. Poco a poco, me fui ganando la fama de “maestro chasquilla” porque se podría decir que en todo me iba relativamente bien, pero nada de lo que fuera capaz de sostener por mucho tiempo. Y fue tanto el reforzamiento de mi “no perseverancia” que lo hice parte de mi identidad, algo que con el paso del tiempo llegué a cuestionármelo seriamente. Entre risas mi entorno cercano concordaba: “La Victoria nunca persevera en nada. Es igual a su tío”.

Yo celebro a esas personas que desde niños la tuvieron siempre tan clara y que nada más fue el apoyo inicial para que comenzaran una carrera, como impulsados mágicamente por los vientos de la pasión y el entusiasmo.

¿Pero qué pasa cuando un niño o niña es diferente? ¿Cómo nos enfrentamos con alguien que se orienta más a las preguntas que a las respuestas? Y si pudiéramos hilar más fino ¿Cuánto permiso nos estamos dando hoy  para ser investigadores en la vida? ¿Contra quién nos comparamos? O ¿Quiénes son nuestros referentes?

A veces nos empecinamos por hacer que el niño termine lo que empezó a como dé lugar. Sino, quién sabe lo que pueda ocurrirle después en la vida adulta… Y nadie quiere a los fracasados después. Pero el tema es que cada persona tiene sus propios ritmos y acercamiento al mundo. Hay quienes necesitan abrir el abanico más amplio de posibilidades para luego elegir uno, dos o más caminos a seguir. Pero muchas veces la sociedad no espera y sin importar si el ser humano está preparado, ya nos encarrila por la vía científico o humanista, por las artes o la ciencia o por una carrera específica. Y aunque sea cierto que también existen los bachilleratos como alternativa, los que ingresan en este tipo de planes de estudios saben que tienen las horas contadas para decidirse ya que el mundo laboral demanda ciertas edades específicas según el rol que se quiera desempeñar. Como sea, la cosa es que yo veo que siempre estamos apurados y corriendo por un sistema que nos fuerzas a encarrilarnos lo antes posible y divagar lo menos posible. Casi como ese juego de las sillitas en las que cuando se acababa la música cada niño debía correr a sentarse sino quedaba automáticamente fuera. A mi me ponía tan nerviosa ese jueguito... Unos nervios parecidos a los que he sentido por intentar asegurarme un espacio en la vida. Por esto yo celebro sinceramente y admiro a aquellos quienes deciden anteponer sus intereses y sueños personales y poner, por ejemplo, sus carreras stand by para irse de viaje. Ellos se lanzan a la aventura, pese a las incertidumbres que les plantee el mercado laboral posteriormente. Y lo mismo se aplica para los que comienzan un emprendimiento del tipo que sea.

Nuestra sociedad valora tanto los moldes establecidos para el progreso. Esos mismos que frente a los ojos del mundo ya parecen tan limitados y pasados de moda, pero que aquí aún siguen más arraigados que las raíces de los “baobabs” sacadas del cuento El Principito. Yo lo veía a diario en mi rol de “Head Hunter” en la consultora donde trabajaba: Si estudias la tan ponderada ingeniería comercial (que por supuesto no da lo mismo dónde), luego ingresas a una importante compañía multinacional que te de la plataforma para proyectarte tanto nacional como internacionalmente, así de paso incorporas bien el inglés… Todo cosa que a los 30 años ya puedas oler la anhelada “gerencia” en lo que sea y con un puñado de buenos ejecutivos bajo tu cargo para que entrenes con ellos tus habilidades de liderazgo. ¡Ah! Y por supuesto no se te vaya ocurrir estar saltando de un trabajo a otro. Mínimo tres años de permanencia… no vaya a ser cosa que te condenen por “inestable” o lo que sería peor aún “conflictivo o flojo”. Si la estás pasando mal, no importa. Tienes que ser fuerte y saber aguantar. Total, por algo te están pagando y todo lo que siembres hoy podrás cosecharlo mañana.

Tantas veces me vi en el dilema de presentar o no a una compañía-cliente a un excelente periodista para marketing, publicista o un agrónomo que había desarrollado una trayectoria comercial para una posición de ventas. Lamentablemente, la mayoría de los casos me los bajaban a todos sin antes darse el tiempo de conocerlos. De nada les valía su potencial, experiencia y motivación por el cargo ofrecido.

Ante este escenario, poco espacio nos va quedando para explorar nuevos caminos y construir una carrera que realmente nos satisfaga plenamente. ¿Se puede hacer? Por supuesto que sí. Pero hay que ser conscientes de que en la ruta se encontrarán enemigos temibles como, por ejemplo, los prejuicios y unas cuantas puertas que se cerrarán a causa de los mismos.

Y me da impotencia ver como se desperdicia muchas veces tanto talento por desconocimiento o simplemente ignorancia. Ver que en otros países se valora tanto el que una persona haya transitado por diferentes caminos, haya trazado diferentes rutas y avanzado por direcciones diferentes con tal de ser la persona que hoy en día es. Que alguien haya experimentado varias veces el abrir un negocio, aunque éste haya quebrado o debido cerrar por resultados bajo lo esperado, es de un valor digno de subrayar con destacador amarillo o anaranjado flúor.

Si se trata de comenzar a cambiar nuestras estructuras en pos de abrir nuevos espacios para la diversidad, pienso que el primer paso es cuestionar lo establecido. Y este proceso pasa por la propia vida. Relativizar nuestros criterios de selección en el sentido amplio de la palabra. Comenzar (o continuar, según sea el caso) a explorar diferentes alternativas en la vida. Desde las más profundas como concepciones, paradigmas, trabajo, roles, modelos de crianza, parejas; hasta las más cotidianas como deportes, peinados, colores, trayectos para ir y volver al trabajo… y al infinito.

Atrevámonos a romper las rutinas y los moldes… experimentemos qué se siente. Quizás sea un primer paso para vivir la vida más libremente y desafiar los caminos estructurados que sociedades como la chilena te plantea para sigas sin decir ni pío. ¿Cómo será el empoderarse del sentido de la libertad y del ser felices? ¿Por qué no probar hasta que ya no tengamos fuerzas para seguir haciéndolo? Pienso en lo corta que es la vida y en lo fugaz del presente como para andar conformándose con este reino grande o pequeño que hemos logrado.

Seguro de que aún estamos a tiempo de probar y más aún las nuevas generaciones. Insto a los padres, tíos, educadores y toda la matriz que rodea al niño a dejarlo a que explore, busque lo que realmente le gusta y no tenga temor de abandonar si no era lo que quería. Me imagino en la posibilidad de tener diferentes vidas en una. Matizar con todas las posibilidades que llenen nuestra alma de plenitud y satisfacción.

Despertemos a nuestro buscador interno. Olvidémonos por un rato del temor al fracaso y dejemos de lado esa dependencia adquirida al éxito, ya que con el tiempo no hace más que transformarnos en una sociedad llena de exitismo, vacío y apego a lo conocido... a lo seguro. Y para experimentar hay que cargar una mochila con herramientas que nos ayuden transitar por las caídas y las decepciones propias de los viajes largos. Comprobaremos que somos más fuertes de lo que pensamos y que una vez en el piso constataremos las fuerzas para levantarnos y seguir adelante… o sino ¿Qué más queda?

De esta manera, probablemente podamos abrir mayor espacio a los nuevos Humbertos Maturanas, Alejandros Aravenas y Chinos Ríos…

martes, 19 de enero de 2016

Para los hijos de la violencia


Hoy hablaré de mi generación. O mejor dicho, un pedacito de ella. Debo decir que el tema me incomoda un poco. No me gusta. Quizás sea porque todavía me da vergüenza y me cuesta también reconocerlo. Sobre todo a estas alturas.

Es más, quise hacer un experimento previo. Se me ocurrió preguntarle a un grupo de amigos sobre la cuestión con el fin explorar antes de publicar algo al respecto. Me interesaba conocer otras experiencias cercanas y la pregunta que les dejé caer de un momento a otro fue: “¿A ustedes les pegaron alguna vez cuando chicos?” La reacción inmediata fue repetida a coro: “Nooooooo”.

Me quedé muda y el silencio se impuso en el lugar. Mejor cambiar el tema, pensé. Pero no quise. Algo me frenó, así es que volví a insistir a riesgo de no ser comprendida. “¿En serio? ¡Bah! Entonces yo fui la única a quien le pegaron. Qué mala suerte”. Me eché un tremendo roll de camarón tempura envuelto en palta a la boca, y en seguida a otro para no seguir hablando como suele pasarme cuando me pongo nerviosa. Mientras masticaba, sentía que la presión se me había subido a la cabeza. El corazón latía fuerte y mi cara ardía. No quería que me vieran con lástima o extrañeza, aunque era evidente que ya me sentía como un bicho raro… Acaso era la única extraterrestre a quien sus padres solían mechonear o violentar físicamente cuando con mi hermana no nos comportábamos como era esperable por ellos.

Pero después de un rato y de aterrizar la conversación a situaciones más concretas, resultó ser que ya no era la única. Eran varios los que alguna vez sufrieron desde cachetadas o coscorrones hasta correazos o tirones por las patillas.

Una cosa que me llamó la atención es la tendencia a minimizar los hechos: “Bueno, a quién no lo agarraron de las mechas cuando soltó al conejo de la jaula, rompió el jarrón de porcelana mientras hacía una pataleta o hizo llorar a la hermanita pequeña” o entre risas “Y el clásico pellizco de la mamá por debajo de la mesa para que los invitados no vieran. Ese dolía más que la cresta”. El mismo amigo recordó que su madre siempre le decía: “¿Vamos al baño?” y como ya sabía la tanda que le esperaba allí, en un arrebato de rebeldía y delante de todos, le gritó “¡No pienso! ¡Siempre me pegas cuando vamos al baño!”… Pero la sentencia ya se había dictaminado y de nada bastó que sus tíos intentaran abogar por él, porque al final de la noche y habiéndose ido el último invitado, el pobrecito sufrió las consecuencias y por partida doble por desobediente e insurrecto. Otra amiga contaba como a los cinco años y harta de que le tiraran el flequillo por cualquier cosa, un día se encerró en la pieza y se lo cortó casi al rape con la primera tijera que encontró. Acto seguido, apareció donde su mamá con un pelón impresionante y ante la cara estupefacta de ella le advirtió: “Ahora nadie va a poder tirarme más la chasquilla. Nunca más”.

Todos nos reímos por un buen rato de estos testimonios. Y así fueron apareciendo otros recuerdos hasta que prácticamente ocho de unos diez u once amigos, habíamos tenido más de un abuso de fuerza por parte de nuestros progenitores o algún adulto responsable de nuestra crianza. En general, varios estaban de acuerdo con que este el peor camino para disciplinar a sus niños pero también hubo quienes apoyaron esta práctica.

“Es bueno pegarle a los niños de vez en cuando. De lo contrario, se te suben a la cabeza”. Dijo una chica y su esposo estuvo de acuerdo. Por más que agradezca la sinceridad, a mí me choca tanto oírlo porque no podría estar más en desacuerdo con esa medida. No sé… es como que la rabia me invade y ya pierdo toda objetividad.

Así es que como no estoy en el corazón de nadie y sólo puedo hablar de lo que me pasó a mí, esta vez voy a referirme de las consecuencias que estas vivencias han tenido sobre mi personalidad y también cómo influyeron en las elecciones que fui haciendo durante la vida. Y es que el castigo físico me llevó a ser una niña muy tímida y extremadamente insegura. Con un miedo a la autoridad tremendo. Era cosa de ver a un adulto enojarse, ya fuera un vecino, profesor, papá de alguna amiguita o tío, para que la ansiedad me embargara completamente y de alguna u otra forma, terminara “achacándome” internamente las responsabilidades de lo que ocurría.

Hoy puedo mirar hacia atrás y constatar las implicancias que ha tenido crecer con la represión concentrada la garganta. En ocasiones dejarme pasar a llevar por jefes maltratadores en el trabajo, callar mis puntos de vista, no defender mis derechos como consumidor, no atreverme a hacer cosas que quería y dejé pasar, por temor a las consecuencias, indecisión extrema… en fin. Podría enumerar hacia abajo los efectos de una crianza autoritaria pero no viene al caso. Qué lata además.

Mi punto es otro. Y es simplemente plantear la necesidad a nivel colectivo de una educación más integral que incorpore el campo cognitivo con el emocional. Una formación más amorosa y aceptadora que desde pequeños nos enseñe a reconocer nuestras emociones y sentimientos. Si el niño tiene una pataleta, quizás antes de anticipar que “está manipulando o anda con la maña” podría enseñársele a identificar qué es aquello que está sintiendo. Como adulto hacer el ejercicio de detenerse un poco y atender la situación, sin reaccionar con el piloto automático. Preguntas tan simples que indaguen el campo de experiencias como “¿Qué es lo que te da pena? ¿Por qué? ¿Qué sientes cuando esto pasa?”, por ejemplo, pueden contribuir poderosamente para que aprenda a identificar qué le ocurre, entender su reacción y en consecuencia, conocerse a sí mismo.

Pero cuando se utiliza el castigo inmediato como medida de represión, no educamos nada. Autoconocimiento: las pelotas. Así pasa el tiempo hasta que ya somos adultos y no sabemos identificar qué nos ocurre y por qué. Y si pensáramos, por ejemplo, que la autoestima es la piedra angular para una vida más plena, con elecciones conscientes sobre el tipo de pareja que nos hace mejor, profesión u oficio, estilo de vida, la cuestión ya cobra otro matiz. Es sabido por casi todos que durante la edad temprana se forjan a fuego cuestiones tan esenciales como la confianza tanto hacia el mundo como hacia sí mismos.

Pero en cambio observo a mi alrededor, pienso en los niveles de depresión, stress y tantas otras afecciones contemporáneas que digo cuánto hay de nuestras historias puesto acá.  “Por la razón o la fuerza” dice nuestro escudo. Miro para atrás en mis líneas familiares y veo generaciones que se pierden en el pasado, con la misma historia pero con mayor brutalidad. Abuelos, bisabuelos, tatarabuelos, tatara-tara abuelos… inmigrantes que vinieron de Europa huyendo de la postguerra y con una serie de traumas que iban desde el desarraigo absoluto y el shock por haber vivido en carne propia los horrores de las miserias humanas. No tengo idea, si bien las dosis de violencia se han ido dosificando, en materia de salud mental la prevalencia de diferentes trastornos en nuestra sociedad actual, me llevan a pensar en dolencias del alma que de alguna forma es necesario que comencemos a mirar para reparar en nosotros mismos y evolucionar hacia las generaciones venideras o que hoy se están formando.

Durante mi paso por psicología, coaching y meditación, fui reparando lo que toda mi infancia y adolescencia se constituyó en una herida abierta que me costó años cicatrizar. Fueron años de trabajo porque al principio tendí a negar lo ocurrido, no pensaba en ello, pero bastaba una situación que me pareciera injusta, para accionar un botón que me hacía estallar en rabia y pena de manera bien poco proporcionada para la situación a veces. Pero no lo podía controlar. Después de un rato y con los ojos rojos aún, me daba cuenta de que había sobredimensionado los hechos, pero a veces era tarde y lo había pasado tan mal que me costaba rearmarme para seguir adelante. Sin embargo, hoy puedo decir que lo hice o por lo menos en gran medida, porque logré perdonar y aceptar la realidad como parte de toda una historia donde desde generaciones hacia atrás se perpetuó la violencia como método disciplinario.

Así es que cuando con la compañía de personas claves que me ayudaron -entre ellas mi psicóloga y amiga Karen Moënne a quien le dedico esta nota- por fin lo acepté. Y aunque no lo comparta por ningún motivo, hoy lo acepto como parte de mi historia, de lo que me tocó vivir y por último gracias a quien soy hoy en día. Celebro en el alma haberme liberado del resentimiento en el que estuve atrapada por años de años. Así es que nunca es tarde. Y si hoy pongo a disposición mi experiencia para invitar a quienes sepan de lo que hablo a no sentir temor de mirarlo y reconocerlo. Quizás como a mi les pase que les cueste poner límites, decir que no y hacer valer algo tan simple como una opinión. Como sea, creo que lo importante es procurar sanarse a uno mismo. De la manera que sea para no repetir y perpetuar la pauta con las generaciones venideras.


Ahora voy a llamar a mis papás para contarles que publicaré esto. No quiero que se sientan mal porque ellos a sus veintitantos años, también estaban aprendiendo con las herramientas que tenían. Y pese a su inexperiencia, tuvieron miles de otros aciertos… de los cuales más allá de habernos dado la vida, siempre les estaré agradecida. 

sábado, 16 de enero de 2016

¿Amor para toda la vida? Sí! ¿Con la misma persona? mmm…


No conozco persona a quien el amor de pareja le sea 100% indiferente. No importa si estás soltero, separado o viudo, todos en alguna medida desean encontrar una figura de apego que represente el amor y el cuidado. Contar con alguien con quien acompañarse, divertirse, crecer y sentirse seguro, es una necesidad humana que no mira género, edad ni pasado.

La pregunta que me ronda por estos días es qué tan cierto es que el amor sea para toda la vida y hasta dónde somos capaces de mantener las promesas que hicimos cuando este sentimiento desaparece o se debilita por la razón que sea. A veces hay hijos de por medio y todo un sistema que se articula en torno a la familia, que más vale considerar antes de decidir poner punto final a los años de relación. Y otras, en que el peso de la costumbre o el temor a la pérdida, hacen que cualquier movimiento nos parezca que debemos mover montañas imposibles.

Conversando con mis amigas, nos hemos cuestionado seriamente si es el modelo que Hollywood nos ha querido vender como parte de su negocio y que nosotros hemos comprado a ojos cerrados para hacer de la realidad una ficción que sea más llevadera. Algunas de ellas se encuentran en la situación de querer recomenzar una vida afectiva de la mano de otro hombre pero lo que las detiene son sus hijos, su situación económica o el temor de tener que salir nuevamente al mercado estrenando el status de “divorciada”.

Recuerdo que hace poco estábamos celebrando una noche de chicas. Esas maravillosas instancias en las que se divaga sin rumbo por las diversas constelaciones de la vida y que quizás ya al asomarse el final, te acercas a ese punto más íntimo y verdadero, donde no es necesario explicar nada ni sostener ningún tipo de fachada. Y es simple: Ninguna tiene la vida color de rosa que se pinta en el cine y tampoco es que esté llena de dramas o sinsabores. Es real, con los avatares propios de la vida de gente común y corriente. Por fin llega el momento donde el silencio se agradece. Ese en el que ya comiste, bebiste y estás dando los últimos sorbos de café -muy lentamente- para estirar la velada lo máximo posible porque sabes que tus amigas hicieron una logística no menor para poder dejar a sus hijos y lograr coincidir, como en los viejos tiempos. A propósito de los desamores una de ellas declaró: “Yo tendría que pasar un año completo sintiendo asco de estar con él para decidirme a dar un paso al costado”. En seguida otra contestó: “Ah no, yo por lo menos dos”.

Yo las escucho atentamente y me trato de poner en su lugar haciendo caso omiso a lo asfixiante que me resultan sus encrucijadas. A pesar de que no tenga hijos, puedo llegar a entenderlas. Y es que nadie en su sano juicio querría hacer sufrir a sus cachorros en vano. Poner punto final se requiere valentía, paciencia y la disposición para tener que asumir consecuencias desestabilizadoras para el sistema familiar completo, tanto para la pareja como para los hijos. Por ejemplo, el cambio de casa o de colegio. Casi todas coinciden en renunciar a todo menos a esto último. Podría detenerme largamente en este punto porque da para mucha reflexión, sobre todo de nuestra sociedad chilensis, pero lo cierto es que muchas tendrían mayor voluntad de sacrificar otros ítems, en vez de hacerle pasar al niño o niña el difícil proceso de desapegarse de sus amistades y red social para comenzar todo de nuevo. Suficiente el ya no contar con ambos padres viviendo bajo el mismo techo.

Pero desde la otra vereda, qué cierto es que las personas cambiamos y lo que hoy necesitamos, quizás mañana ya no. No se trata de ser hedonistas o abandonarse a relaciones transaccionales, pero me hace tanto ruido el saber que haya personas atrapadas en la compleja red de convencionalismos y que hoy deban sostener como puedan un sistema que carece de sentimiento.

Cómo nos asusta la guillotina social, el juicio público. Y si esto va a afectar a otros seres como los hijos, toda resolución parece estrepitarse contra la dura pared de los acusados. La realidad es que son tantas las veces que nos dimos festines frente a lo le ocurría al vecino, a esa compañera del trabajo o al primo favorecido por la abuela, que cuando llega nuestro turno de pasar a la plaza del pueblo, temblamos de solo pensar en ver rodar nuestra cabeza ante las risas y miradas curiosas de quienes no hacen más que satisfacer sus necesidades voyeuristas.

En mi caso personal, a pesar de haber firmado convencida mi contrato nupcial, después de años y con una crisis de pareja de por medio, las cosas cambiaron. Tras los fuertes cuestionamientos sobre si queríamos o no seguir adelante con este matrimonio, he perdido la ilusión de que el amor sea algo para toda la vida con la misma persona. Y no es que lamente esta pérdida, por el contrario, agradezco haber tenido esta vivencia para aprender a valorar el aquí y el ahora. Según mi experiencia, el vivir con la consciencia de que nadie tiene el futuro asegurado y que la vida va cambiando día tras día, hace que pueda valorar y mirar más detenidamente al hombre que tengo a mi lado.

Tantas veces que nos juramos amor eterno, nos empachamos de comer perdices y una serie de promesas que no se sostenían por sí mismas, porque ninguno de los dos era capaz de asegurarle a otro y a si mismo tales condiciones futuras. Y muchas veces esas promesas que surgen desde el más genuino sentir, con el tiempo van generando un efecto acumulativo que trivializa la conciencia sobre el verdadero milagro del encuentro de dos seres humanos coincidiendo en el mundo. “Te amo para siempre”. Listo. Es una declaración que la reviste un carácter de sentencia.

Con el paso del tiempo, he descubierto en carne propia que el amor hacia una persona sí es perecedero y puede extinguirse de manera paulatina hasta que eso que te mantuvo unido con tu pareja durante años desaparezca por completo. Evidentemente que existen muchos casos en los que esto no ocurre y la pareja tiene la bendición de seguirse hasta la muerte, incluso más unida que al momento de iniciar su historia juntos. Sin embargo, pienso que no porque esto no ocurra signifique que las puertas se cierren para conocer a otras personas que acompañen parte de tu camino. Algunos seguirán trayectos largos, otros más cortos. Pero definitivamente sí creo en el amor para toda la vida.

Las preguntas que me surgen son del tipo ¿Vale la pena poner término a la relación cuando desaparece el amor? ¿Hay que renunciar a la felicidad o encausarla hacia otros intereses o personas por fuera? ¿Está permitido socialmente este camino para los padres con hijos o hay que esperar a que estos vuelen del nido para rehacer la vida? ¿Cuánto es lo que vamos a juzgar como sociedad a aquellos que deciden tomar decisiones en contra de los mandamientos convenidos?.

Yo no tengo la respuesta. Todo esto me lo digo intentando construir una opinión. Pero hay días que digo hay que seguir adelante contra viento y marea, por último por una cuestión de lealtad… Y otros en los que de ninguna manera que renunciaría a la felicidad si considerara que sola puedo estar mejor o con otra persona. 

Qué tal si nos dejamos de hablar de fracasos matrimoniales, por ejemplo, y comenzamos a reemplazar estas palabras por aprendizajes y experiencias… Quién sabe… a partir de nuestro lenguaje podamos modelar nuevos campos emocionales también; como pasar del resentimiento a la gratitud o la aceptación. Que el vecino se esté por casar por cuarta vez y que tenga hijos con diferentes madres, no nos hace ni mejor ni peores personas. No es prueba de nada, ni de que hemos hecho bien o mal las cosas. Basta de pensar de que porque el otro ha hecho algo diferente o que juzgamos como negativo nos “eleva” el nivel.

Por mi parte, si bien espero que podamos seguir juntos mucho tiempo más, no puedo pretender ciegamente que mi pareja me ame para toda su vida, pobre… tendría que soportar todas mis tonteras y caprichos “forever”. Quizás terminaría por tirarse por la ventana antes. Y yo no quiero que eso le pase. Menos por seguir un mandato social.

Me inclino a pensar que cuando el amor se termina irremediablemente, las personas tienen el derecho legítimo a rehacer sus vidas y trazar su propio camino de aprendizaje. Finalmente, no creo que por defender sistemas sociales, protegerse del escarnio público o temor al fracaso, tengamos renunciar al derecho más fundamental que tenemos que es el de ser felices.

¿Qué piensas tú?

lunes, 11 de enero de 2016

Hogar, dulce hogar...


¿Para quién no es fundamental encontrar “su” lugar en el mundo? Y en el más literal de los sentidos. Un espacio que sea capaz de contener física y emocionalmente todas las complejas dinámicas que ocurren en la vida de una persona, en interacción tanto con el mundo como consigo misma.

A partir del día en que volé del nido que me albergó desde mi infancia hasta que terminé la universidad, he tenido tantos cambios de casa que prácticamente ya perdí la cuenta de la cantidad de veces que he atravesado por el fastidioso proceso de embalar, transportar y sobre todo, botar a la basura cosas inútiles que se acumulan con el paso del tiempo bajo la mala excusa de que quizás algún día sirvan. Eso casi nunca ocurre y el hecho es que al levantar ancla para emprender nuevos rumbos, descubro que nuevamente he amontonado un cerro infinito de papeles, ropa, maquillaje y cajitas de cosas de-las-que-mejor-sería-desapegarse.

Desde que comencé una vida en pareja, he tenido prácticamente un cambio de casa por año. Y ya son ocho años los que llevo con él, así es que es la cuenta es fácil: ocho búsquedas, ocho negociaciones con los bancos, ocho momentos de espera por una respuesta afirmativa o negativa… ¡Ocho terremotos vitales y de grado ocho en la escala de Richter!

Durante muchísimo tiempo no fuimos capaces de encontrar qué tipo de hogar era el que se acomodaba a nuestro estilo de vida y personalidad. El peregrinaje comenzó en Chicureo, sector de Piedra Roja. Fue un acto impulsivo en el que nos dejamos llevar por la salida directa a una laguna, las dimensiones monumentales, el paisajismo, las instalaciones nuevas… todo nos cerró de manera aparentemente perfecta… ¡Soñado! Era realmente de película y representaba nuestra máxima aspiración en aquella época. Así es que después de visitarlo una única vez, esa misma tarde firmamos como dos hipnotizados, el cheque con la reserva de la casa que escogimos. Saliendo de la sala de ventas, nos abrazábamos de alegría por este acierto y esa misma noche fuimos a celebrarlo. Ni se nos pasó por la cabeza pensar en nuestro estilo más citadino, ritmo social, viajes por autopistas, peajes y una serie de ítems ocultos que hubiese sido importante dimensionar antes de tomar una decisión semejante.

Es fácil de presagiar lo que ocurrió. A los pocos meses colapsamos contra la realidad de una vida en los suburbios. Viajes todos los días, tanto en la semana para el trabajo, como los fines de semana para salir dentro o fuera de Santiago. Sin hablar del costo en tiempo y dinero para hacer los jardines, las pérgolas de estacionamiento, terrazas y una larga lista que es casi un must para los vecinos del sector ¿Resultado? Casa sola, jardín abandonado y nosotros afuera siempre. Creo que con suerte fui a visitar la laguna una mañana para tomar un café con la única conocida que hice durante esos meses de locos.

Así es que en menos de un año la vendimos para comprar otra que se veía perfecta por fuera pero que por dentro nada funcionaba… Y así sucesivamente, hasta que terminamos con una verdadera aversión inmobiliaria. Hoy me cuestiono cómo fue posible tanta locura y al mismo tiempo, trato de articular un argumento más o menos plausible para aquello que nuestros familiares y amigos no entienden.

La respuesta que tengo es que las decisiones que tomamos las hicimos basadas en lo que a nuestro juicio era socialmente valorado: la casa con patio, perros, piscina, quincho, bosquecillo de abedules, etc, etc... Quizás eso que se justificaría más en el caso de una familia numerosa para nosotros dos evidentemente carece de sentido. No me gusta el trabajo en el jardín (más allá de elegir las plantas y las flores para diseñar el patio), no sé nadar y tampoco me interesa aprender y mucho menos tengo la voluntad que se requiere para lidiar con los nidos de avispas, los techos rotos o las raíces de los árboles que obstruyen subterráneamente las cañerías de las casas. Cada semana sentía que tenía un frente diferente y esta realidad me superó.

Miro hacia atrás y ahora me río a carcajadas… ¡Qué más puedo hacer! Fines de semana completos cachureando desde el persa Bío-Bío hasta dar vueltas y vueltas por el Bazar ED para encontrar “eso” que le hacía falta a nuestra casa de paso. Tantas veces que experimentamos esa fugaz excitación por haber descubierto el juego de terrazas antiguo de hierro, el paragüero de madera de alerce, las baldosas francesas de 1920 que figuraban un tablero de ajedrez y que cubrían el piso de la antigua editorial Zig-Zag… verdaderos tesoros cuyo valor duraba lo que nos tardábamos en regresar a casa e instalarlos. De haber sabido que terminaríamos por vender todos estos hallazgos para volar lo más lejos posible, probablemente hubiésemos invertido menos energías… Pero es impensado ver más allá cuando se está tan desconectado de las necesidades del alma.

Aunque le resulte evidente al que esté leyéndome, “eso” que precisamente echábamos de menos no pasaba por una búsqueda externa. Con el tiempo descubrí que el vacío que no lográbamos llenar, tenía que ver con cuestiones mucho más profundas y que se abrían más aún por no buscar las respuestas en nosotros mismos. Sin duda que nos tocó hacer un recorrido largo hasta dar con el lugar indicado. Y es que el valor que le asignamos al trabajo, a los bienes materiales y al social establishment, nos alejaron de lo que es verdaderamente esencial. Así es que como seducidos por el canto de las sirenas, entramos en un sistema delirante donde trabajábamos únicamente para pagar la vida que estábamos consumiendo: dividendo, créditos de consumo, remodelaciones, mantenciones y una lista interminable de cosas que ya ni vale la pena mencionar. Y todo comenzó a girar en torno a este eje. Nuestras conversaciones se habían vuelto tan monótonas que ni nos dimos cuenta cuando fue que olvidamos salir a caminar, tomar un helado en la plaza, ir al cine o desayunar en la terraza un domingo por la mañana.

Hoy me pregunto qué importancia tiene mantener la casa propia si al final va a consumir tu vida, relaciones y afectos. Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por seguir moldes o realidades ajenas, como nos pasó a nosotros. Ni todos los años de terapia de pareja nos sirvieron para abrir los ojos y bajarnos de esta bicicleta antes de que tocáramos fondo en nuestra relación. Y quizás era lo que precisamente nos tenía que ocurrir para que hiciéramos el “click” que nos estaba haciendo falta.

Con el tiempo, descubrimos que lo que mejor se adapta a nuestro estilo es un departamento. Nada de casas. Por el contrario, un lugar de dimensiones precisas que con una limpieza regular quede aceptable y que dejando cerrado con llave podamos salir un fin de semana completo sin pensar en alarmas o robos en el vecindario. La casa grande se reemplaza por un lugar manejable e iluminado, closets ojalá espaciosos y en lo posible, una terracita para poder tomar un té al aire libre, guardar la bici y dejar la caja con arena de mi gata. Eso sí: No tranzo ubicación, debe estar conectado con la ciudad a como dé lugar, con cafecitos, almacenes de barrio y plazas a la mano. Ideal si está cerca de alguna estación de metro. Lo que pasa es que como ya no tengo auto, estas comodidades cobran un valor incalculable.

El acento puesto anteriormente en los metros cuadrados, potencial de inversión, aspiraciones sociales, opciones de financiamiento; fue reemplazado por lo amistoso del barrio, la comunidad de vecinos y la conexión con la ciudad. El ítem dividendo se redujo a un alquiler totalmente manejable según nuestros ingresos y con esto, mayor holgura para viajar, disfrutar y quizás ahorrar también.

En este sentido, aprendimos a dejar de mirar el pasto del vecino para abrazar aquello que tenemos y que al final no se traduce en otra cosa que no sea calidad de vida, gratitud y por qué no la anhelada felicidad.

Fue así que descubrimos un lugar increíble entre Ñuñoa y Providencia. Y de hecho, me despido por ahora porque bajaré a tomar un café al Sabor de Buenos Aires. Venden las mejores mediaslunas rellenas con jamón y queso. Mientras camine, posiblemente escucharé Mi Casa Ideal de la Colombina Parra… como para estar a tono ;-)



miércoles, 6 de enero de 2016

Congelar óvulos, un camino para retrasar las manecillas del reloj biológico


Me pregunto si todas las mujeres serán conscientes de que una vez atravesado el umbral de los 30 la biología se modifica silenciosamente sin que se note necesariamente a nivel físico. El sistema endocrino comienza a experimentar cambios paulatinos que impactan en mayor o menos grado sobre el sistema reproductivo. Y es que la hipófisis que es la glándula responsable de enviar las señales para que el ovario ovule –a través de la selección del huevito más óptimo para ser fecundado- comienza a decrecer, al mismo tiempo que la reserva ovárica.

Esto es lo que me ocurrió a mi, totalmente ignorante de que mi genética tenía las horas contadas desde que dejé atrás mi segunda década.

Evidentemente cada mujer tiene sus tiempos, algunas entran a la menopausia a temprana edad y otras tienen la fortuna de abrazarla recién a los cincuenta. En cualquier caso, el hecho es que el cuerpo está genéticamente programado y esto es algo que se escapa de nuestro control. Así es que nada sabe de proyectos personales, tiempos para reconstruir una vida afectiva, encontrar la pareja adecuada, ni mucho menos de esperar hasta descubrir si es efectivamente la maternidad el camino que se quiere seguir.

Mi historia en materia de infertilidad parte cuando a los 32 quise quedar embarazada y fue imposible pese a innumerables tratamientos que realicé en las mejores clínicas del país. Con el tiempo y tras indagar por primera vez en la historia de mi familia, descubrí que tanto por el lado de mi abuela materna como paterna, la menopausia se instaló en los albores de los 40 años. Sin embargo, las mujeres de aquella época se embarazaban a partir de los 18 y si es que no antes, razón por la cual una vez cumplidos los treinta, las familias se encontraban prácticamente constituidas. 

Mi madre todavía me recrimina cómo no me puse las pilas a los 25, tal como ella me advertía y yo le contesto entre risas “qué quiere que haga si en esa época no aparecía nadie… ni siquiera alguno que me moviera el piso”. Y analizando hacia atrás: A cuántas amigas les pasó que después de años de estar en el mercado sin encontrar ninguna pareja que valiera la pena, justo cuando se resignaban a la idea de que la soltería sería su realidad, conocieron accidentalmente al que sería su compañero. Entonces se pusieron a pololear, se comprometieron y se casaron en menos de un año para “ponerse en campaña“ y lograr el ansiado embarazo, lo antes posible.

Pero para bien o para mal, yo no corrí la misma suerte. Sin un candidato con el que pudiera proyectarme difícilmente se me atravesaría la idea de tener un hijo. Durante todos los años que estuve soltera –y que por cierto fueron muchos- no conocí hombre como para aventurarme en tal expedición. Y tampoco es que sea una mujer muy exigente o caprichosa. O por lo menos eso creo.

Hay días en los que pienso que quizás sí debería haberme lanzado a la piscina y salir adelante como mamá soltera. Tengo un par de conocidas que así lo hicieron tras darse cuenta que la búsqueda del compañero ideal se hacía cada vez más infructuosa. Sin embargo, claramente nunca tuve la motivación de hacerlo y hoy tampoco es algo de lo que me arrepienta verdaderamente. Quizás valoro más mi independencia por sobre todas las cosas.

¿Pero será que todas queremos lo mismo?…Yo por aquel entonces tenía otras necesidades escritas en mi agenda de prioridades, como por ejemplo, entrenar durante un año para correr mi primer maratón, viajar por el Sudeste asiático, certificarme como coach ontológico y vivir en un país de habla inglesa para aprender el idioma y relacionarme con personas de diferentes culturas.

En nuestros tiempos las mujeres como yo tenemos aspiraciones tan diversas como habitantes hay en el mundo y que van mucho más allá del fin último de convertirse en madres. En mi experiencia siempre quise sacar mi carrera, continuar estudiando, trabajar en una empresa grande para desarrollarme dentro y fuera del país, enamorarme varias veces, despilfarrar algunos meses todo mi dinero en ropa, convivir, levantarme tarde todos los días que pueda, tener una gata y viajar por el mundo.

Como sea el caso, lo cierto es que la libertad que hoy tenemos como género nos abre un abanico infinito de posibilidades que para nuestras mujeres ancestrales eran prácticamente impensables. Esto que antes estaba escrito sólo en el libreto masculino, hoy se abre para nosotras también.

Quizás lo que sí me arrepiento hoy es no haber aprovechado los avances de la ciencia antes, por pura ignorancia. Sólo cuando me enfrenté a mi infertilidad, descubrí que existen diferentes técnicas y estudios para determinar si una mujer cuenta con un pool de huevos suficiente para cuando atraviese el umbral de su tercera década.  Así encontramos el recuento de folículos, reacción ante estimulantes, entre otros métodos para determinar las probabilidades de embarazo futuro. Uno de los más utilizados actualmente en la medicina reproductiva es el test de AMH que mide el nivel de la hormona antimülleriana liberada por ovarios y que determina tanto la cantidad como la calidad de los óvulos.

En los casos de reserva ovárica descendida, probablemente la alternativa de congelar óvulos para más adelante sea una solución inteligente y precavida. Así se elimina de la lista de las preocupaciones el fantasma de la maternidad que ronda en silencio o a viva voz –según el caso- a cada mujer que pasa cierta edad. Yo estuve años con rabia por no haberme enterado antes de que tenía esta posibilidad a la mano ¡Cómo fue posible que nadie me dijera nada!

 Por suerte ya solté este tema y renuncié a la idea de ser madre para abrigar otros proyectos que me llenan plenamente. Pero me motiva el poder compartir esta experiencia para incentivar a que otras mujeres que estén a tiempo puedan tomar sus resguardos y decidir lo que quieren hacer de sus vidas sin que se les pase el bendito tren.


Si se trata de vivir la vida con plena facultad para decidir por aquello que realmente soñamos hacer, lo que nos apasiona y que sin dudas se encuentra antes de convertirnos en madre. Quizás el hacerse estudios y congelar para más adelante sea una buena alternativa a considerar. Si hoy se puede, invito a todas aquellas que les haga sentido, a ejercer estas nuevas posibilidades y a atreverse a dar el paso para diseñar la vida con la mayor libertad posible. 

martes, 5 de enero de 2016

Arrancarse la piel de la serpiente: Renacer a un nuevo año



Primer domingo post año nuevo. Cientos de personas retornando a sus ciudades de residencia, tráfico en las rutas de norte a sur que unen a Santiago de Chile. Sensación generalizada de cansancio físico y emocional, tras días de intensa celebración junto al mar, la ciudad o en el campo con amigos y seres queridos.

Me espera una ruta 5 norte atestada de vehículos, sobre todo en los peajes de Casablanca y Lo Prado. Pero es parte del conocido costo de venir a desconectarse junto a la costa de la V región, escuchar las gaviotas y respirar aire marino, mientras se corre por la recta Las Salinas hasta Reñaca, ida y vuelta. Por lo menos este fue mi mejor panorama cada atardecer de los cinco días que pasé en mi ciudad natal.

Antes de partir, me junto con una amiga entrañable que tengo desde mi época de viñamarina. El lugar del encuentro es un café ubicado justo en el centro de la tradicional plaza casino, aquella que se resiste a desprenderse de los tradicionales paseos en “Victoria“ y los arriendos de bicicletas para dar la vuelta por la rocosa Av. Perú, pasando por la plaza de las tortas, hasta retornar por la Av. San Martín y el estero Marga – Marga. Un trayecto que cruza el corazón de la ciudad jardín, entre añosas palmeras y tradicionales caserones de arquitectura francesa que se asoman desde lo alto del cerro castillo.

Nada más al sentarnos, sentimos una especie de vértigo que nos azotó por lo sub-realista de la situación. Años sin vernos pero al mismo tiempo con una continuidad que solo las redes sociales pueden generar: esa cotidianeidad virtual. Claramente no es lo mismo y estar sentada una al frente de la otra es la comprobación absoluta de que pese a que ha pasado el tiempo, somos en esencia las mismas locas unidas por un indestructible vínculo que nos sostiene pese a la distancia.

Ya han pasado más de tres años desde que se embarcó a Italia junto con su familia y yo, seis escasos meses desde que vivo en Washington DC. Sin embargo, el universo confluyó para que nos encontráramos y pudiéramos hacer un repaso de lo que ha sido este último tiempo, lejos de nuestro país. Sin duda que ha sido duro, nuevos rostros, costumbres, idiomas y un código cultural tan distinto a la idiosincrasia chilensis. Yo por mi parte le hablo de las cosas que he aprendido de mi y de mi pareja viviendo solos afuera. Comparto lo mucho que me gustan los barrios, la multiculturalidad y la posibilidad de conocer nuevos lugares. No dejo afuera lo cuesta arriba que se me ha hecho el aprender el inglés o tolerar las temperaturas bajo cero que a partir de noviembre se apoderaron del termómetro en la costa este de norte américa.

Pese a todo, nos felicitamos mutuamente por los cambios radicales que nos atrevimos a hacer, ya caminando la tercera década de vida. Ella renunció a la oficina de arquitectura para dar un vuelco hacia la fotografía, su mayor pasión desde que estudiaba. Le ha ido bastante bien y a pesar de que el sueldo ni se compara todavía a lo que ganaba en el oficina, se levanta cada mañana con más energía que nunca y se acuesta con la sensación de haber puesto en marcha su talento artístico.

Yo me retiré del mundo corporativo que como psicóloga organizacional venía desarrollando por más de diez años. Y todo por comenzar a escribir… ¡Qué locura! Sin redes o mayor escuela que la de ser una lectora empedernida, tomé la determinación de poner punto final a mi rutina de oficina y dar curso a lo que por años fue mi sueño oculto.

Hace sólo algunos días que lo hice público. Quería despedir el 2015 con reconocer mi deseo convertirme en escritora y anuncié  a través de Facebook que entregaba mi primera novela a un concurso. Más allá de lo que ocurra en materia editorial, el valor fue la declaración pública que para mi fue equivalente a saltar al vacío. Lo digo y ya no hay vuelta atrás… Todavía se me aprieta la guata de pudor por semejante atrevimiento, sobre todo al pensar en mis amigos periodistas y gente de letras que llevan años de circo publicando.

Nos reímos con mi amiga cuando le hablo de mis noches de desvelo o los fantasmas que me boicotean al oído constantemente con preguntas tales como: ¿Oye y quién te crees que eres? ¿No sabes que para escribir se necesita xxx? ¡Déjate de locuras y vuelve a trabajar! Ella sabe lo controladora y perfeccionista que soy. Así es que no necesita mayor detalle para estallar en sonoras carcajadas por mis absurdos temores. Me hace bien que los ridiculice un poco. Así le quita gravedad y me enfrenta con mis sombras.

Como sea, ambas hemos iniciado un camino pasado los 30 y debimos renunciar a aquello que sabíamos hacer, a lo que sí estábamos confirmadas socialmente porque teníamos los créditos suficientes. Y todo por una apuesta. Nada de certezas, solo ilusiones y la convicción de que si no seguíamos esta voz interior, la sensación de fracaso nos acompañaría por siempre.

Ahora que nos encontramos abriendo las puertas al 2016, me parece oportuno el detenerse y preguntarse sobre si se es feliz con el camino elegido. Tal como la serpiente que tiene que atravesar por el complejo y doloroso proceso de cambiar su piel, la invitación que hago es a detenernos por un momento para constatar cómo estamos. Quizás sea tiempo de atrevernos a renovar nuestra piel para aprender y sorprendernos con nuevas posibilidades.