domingo, 17 de julio de 2016

Armando, el mago de los jugos



Me gusta el olor que tienen la mañana,
Me gusta el primer traguito de café, 

Sentir como el sol se asoma en mi ventana, 

Y me llena la mirada, de un hermoso amanecer. 

Me gusta escuchar la paz de las montañas, 

Mirar los colores del atardecer, 

Sentir en mis pies la arena de la playa, 

Y lo dulce de la caña, cuando beso a mi mujer.

Salí de crossfit reventada. Esta vez nos mataron con la rutina. Ya cumplí un mes desde que comencé a ejercitar y aún siento que no le pillo la mano a los ejercicios, los implementos ni a la complejidad de las rutinas. Pero como me repite siempre mi amiga Camila: Todo es cuestión de tiempo. Casi al finalizar la sesión del día jueves, hubo un momento que me sentí mareada y que me iba literalmente a piso, pero finalmente logré regular la intensidad y terminar dignamente, sin ningún numerito de show. Eso sí, ni bien me despedí de mis compañeros y dejé el lugar, sentí un hambre voraz que me impidió hacer otra cosa que no fuera comer, comer, comer… Tal como la animación del demonio de Tasmania.

Caminé unas cuadras buscando una sandwichería o algo, hasta que finalmente encontré un verdadero paraíso natural. El lugar no era muy grande, pero funcionaba perfecto para capear el calor húmedo del verano norteamericano. Cuando empujé la puerta, unas campanitas anunciaron mi llegada al local y antes que cualquier persona, salió a recibirme un dulce frescor con aroma a mangos, manzanas, naranjas, jengibres, piñas y la variedad más colorida de frutas y verduras que se disponían en canastas.

Tenía una novedosa carta de smoothies y jugos naturales, que ofrecía desde las mezclas más exóticas hasta preparaciones específicas como curar el “mal de amores” o tónicos para “fortalecer la esperanza”. Yo me siento tentada de pedir un zumo de zanahoria con mango para darle una inyección de dulzor a mi organismo –“Qué delicia”– pienso.

Estar ahí era todo un espectáculo. El barista trozaba la fruta, la mezclaba en las batidora, la sazonaba a gusto, siguiendo las especificaciones de cada cliente, con una gracia tal, que todos animados lo seguíamos con la mirada. Me sorprende con qué habilidad va manejando los implementos para preparar simultáneamente los pedidos. No se le va ningún segundo y además se da el tiempo de conversar animadamente con las personas, haciendo de algo tan sencillo como beber un jugo, sea un momento especial.

Me llama la atención cómo su actitud de apertura, permite que las personas le conversen sobre los más variados temas, desde sus experiencias hasta sus sueños y aspiraciones. Por ejemplo, entra un chico y al cabo de un rato le cuenta con ilusión que está preparándose para correr su primer maratón en Noviembre, y él tras escucharlo atentamente le anota una receta para que se prepare smothies energéticos y hot cakes proteicos antes de entrenar.

Sentada en la barra observo la decoración del sitio. Me transporta a una antigua lechería, de esas que aparecen en los años cincuenta y que conserva el modelo de sentarse, consumir y pagar al final; algo que se agradece sobre todo cuando vienes con una sed o un hambre como la que yo tenía.

–¡Bienvenida! Me llamo Armando ¿Sabes ya lo que quieres o necesitas alguna sugerencia?– Me dice el delgado hombre de unos 45 años.

–Gracias Armando, qué bueno que sepas hablar español­ ¿De dónde eres?

–Nací en México, pero cuando cumplí la mayoría de edad me vine a Estados Unidos para probar suerte y acá me quedé.

Como muchas personas, entraron por la vía “ilegal” a este país y luego se fueron estableciendo, a costa de mucho esfuerzo y trabajo hasta que por fin, después de tantos años, el gobierno les otorgó la famosa “Green Card”. Me cuenta de lo que significó para él “sobrevivir” durante tantos años con lo mínimo y trabajar en lo que fuera para sacar adelante una familia completa. Y es que cuando no tienes seguro social, ni médico ni ningún beneficio que te permita acceder a mejores condiciones de cualquier ciudadano, el mundo puede llegar a convertirse en un lugar hostil y amenazante.

–Pero nunca dejé de trabajar, por el contrario. Si yo veía que la situación se venía más cuesta arriba, me conectaba más con mis sueños y con aquello por lo que sí valía la pena levantarse cada mañana.

Se ríe mientras me rellena mi vaso que ya iba por la mitad y continúa con su historia:

–Recuerdo el séptimo aniversario de matrimonio con mi mujer. Yo quería que fuera especial. Deseaba con toda mi alma que fuera inolvidable… No lo sé, tenía un presentimiento extraño… Como que sentía que debía hacerlo así porque algo ocurriría. Claro que éramos más pobres que las ratas. Con dos niños pequeños y mi salario de aquel entonces, evidentemente que no teníamos dinero para salir a comer o hacer un regalo costoso. ¡Así es que el desafío era grande!

En ese momento trabajaba como obrero en una empresa que contrataba mano de obra latina, para la construcción de edificios corporativos o sobre 7 pisos de altura. Así es que me la pasaba todo el día entre andamios y ladrillos por lo menos 12 horas al día.

Recuerda que esa mañana se levantó más temprano que nunca, casi al alba y cerró la puerta despacito para no despertar a su familia que aún dormía profundamente. Al salir rumbo a la parada del autobús, se detuvo a contemplar el cielo por unos instantes y cerró los ojos. Llenó sus pulmones con ese aire frío que quema la nariz, de una soleada pero invernal mañana de marzo. Sonrió y se sintió más vivo que nunca.

Apenas llegó, conversó con el capataz para que lo autorizara a retirarse una hora antes. Ya la recuperaría después. Trabajó en silencio toda la jornada y se disculpó amablemente con sus amigos cuando lo invitaron a la colación. Quería estar solo, conectarse con el día en que conoció a su mujer, en que la invitó a salir, se pusieron de novios y sobre todo cuando le habló por primera vez de dejarlo todo para venirse a estas tierras a buscar mejores horizontes de vida. Recordó los rostros de sus familias, el nacimiento de sus hijos y tantos momentos inolvidables que hacen que una pareja sobreviva en la adversidad del desarraigo, las frustraciones y el desgaste con el paso del tiempo.

–Y así me la pasé todo el día… Fue como un viaje a través del tiempo, pero con tickets al pasado.

Al finalizar su trabajo, aseado y dispuesto para retornar rumbo a casa. Se acercó a contemplar el atardecer desde la azotea de edificio. Como se encontraba en la obra gruesa, tenía una vista panorámica a la ciudad de casi 360º. Contempló los autos, las casas, los edificios y sobre todo, se detuvo en las primeras golondrinas que aparecían anunciando una pronta primavera. Volaban jugueteando unas con otras… Viajeras, llenas de vida. En ese momento se iluminó.

Se consiguió con sus compañeros un trozo de rollo de papel enorme y pasó a una librería a comprar la mayor cantidad de lápices, plumones y crayones que pudo. Iba feliz y apuraba lo más que podía el tranco para llegar rápidamente.

Nada más al llegar a su casa, cenar con su familia y acostar a los niños, le entregó un sobre a su mujer. Despacito lo abrió y quedó muda de la pura sorpresa: Era un pasaje hecho a mano para viajar a los sueños.

–Esa noche nos la pasamos la noche entera dibujando nuestra vida. Diseñamos y coloreamos los sueños de ella, como mujer, como mamá, como esposa y los míos. Luego los que compartimos... Todo así, tirados en el suelo de la casa. Por primera vez en años, desde que dejamos nuestra tierra, que volvimos a soñar. A re-pensar qué es lo que queríamos hacer y qué es aquello que nos hace feliz. Nos reímos como niños y lloramos abrazados.

Me confiesa que sin duda ese ha sido uno de los momentos más felices de su vida y la última imagen que quisiera ver el día en que tenga que partir.

Nos quedamos los dos en silencio, conmovidos. Siento que no tengo palabras para explicar lo que me transmite en aquel momento. Sí una gratitud inmensa por haber compartido conmigo una historia tan hermosa e inspiradora como la que acababa de oír.

–A partir de esta experiencia, pequeñas cosas comenzaron a ocurrir. En paralelo iniciamos un emprendimiento de cocina para los trabajadores de las obras en construcción. Con mi mujer cocinábamos en la noche y ella iba a la mañana y al mediodía con las colaciones en un citroneta vieja que logramos conseguir. Así fuimos progresando. Hasta que hoy estamos justo donde soñamos estar. Y lo mejor de todo, juntos. Hubo momentos de oscuridad donde tuvimos que buscar nuestro proyecto de vida y volver a revisarlo para recordar, replantearse, recobrar fuerzas que nos permitieran continuar con el camino.

Nadie más que él y su familia saben las cosas que atravesaron para estar hoy donde están: Las puertas que se les cerraron, los proyectos que se les frustraron y sin duda, los amigos que perdieron fueron quedando atrás en el camino. Y lo que ayer fue motivo de insatisfacción y de cierta forma frustración, hoy es capaz de observarlo con otros ojos. Porque sus dos hijos aprendieron a esforzarse en la vida y tener altos umbrales de resistencia al dolor. El mayor cursa segundo año de Ingeniería Química en la universidad, gracias a una beca deportiva y de excelencia académica.

–¿Y el menor?- Le pregunto.


–El menor es un soñador sin remedio… como sus padres.

domingo, 10 de julio de 2016

Un hombre solitario


Quisiera estar como tantas veces,
Aquellas tardes de la pereza.
El tiempo quieto la pena lejos.
Los cigarrillos sobre la mesa.
Charlando, tranquilos, de cada cosa un poquito.
Charlando, tranquilos, de cada cosa un poquito.

Carta Canción de Ketama.

Sale todos los días por la mañana a la misma hora. Decide caminar hasta la estación de metro que se encuentra en la plaza pudiendo coger la bicicleta como lo hiciera tantas veces, meses atrás. Pero aquel entonces ha quedado en el pasado de unos recuerdos que sus sentimientos se resisten a soltar, por temor a perder la nitidez que todavía conservan. Prefiere pensar que la última vez que se subió a una de ellas, las cosas eran como antes. Entonces si lo hace ahora, la ilusión de cercanía con aquellos días se perdería irremediablemente. Si se concentra y entrecierra los ojos, todavía puede sentir el aroma y escuchar aquella risa. Lo que antes era motivo de alegría hoy se ha transformado en desazón. Y aunque sepa que revivir a los muertos casi nunca hace bien –más que una sensación de alivio momentáneo que termina sepultando cualquier asomo de optimismo–reconoce que no puede evitarlo.

Yo dejo a un lado mi libro y lo observo de reojo, totalmente ajena a su universo interno. Es imposible que pase desapercibido. Permanece sentado en posición yogui con los ojos cerrados al sol. No se le mueve un pelo. Me parece ingenioso venir a relajarse a la piscina después de una jornada laboral. De repente y sin nada en particular que lo atrajera a la realidad, abre los ojos y se dirige a mi:

–Soy un adicto a los recuerdos.

Llegué a saltar de la sorpresa y sin entender muy bien cómo descubrió que lo espiaba si tenía los ojos cerrados, le sonreí para enseguida sumergirme casi inmediatamente en mi lectura. Como sea, el encuentro paso de largo porque justamente se apareció un mesero para ofrecerle la carta de tragos y apetizers.

Después de leer un par de capítulos de una novela que encontré buceando en una librería enorme del Greenwich Village en New York, nuevamente lo aparté para contemplar la vista a mi alrededor. Me encanta el sol de las 5 PM en adelante, es como si los colores cobraran un tono más hacia el dorado o el rosado. Desde el rooftop se puede ver la ciudad de Washington DC en 360º. Los techos de las alargadas casas victorianas en todos los colores, rodeadas de ginkgos bilobas y abedules que las sobrepasan, confundiéndose entre las manzanas, monumentos y las plazas que siguen una prolija geometría. A lo lejos puede descubrirse la casa blanca, el capitolio y el puntiagudo monumento a Washington. Considerando el contexto en general, este pedacito de “playa” resulta de lo más curioso. En medio de la ciudad se instala con pasto, piscina, reposeras y un lounge que invita a un relajo absoluto. La barra y la piscina son los mayores puntos de encuentro de la gente, quienes con una Mimosa o una caipirinha en la mano bailan al ritmo de las mezclas del DJ.

            –Quizás en otra vida.

Escucho que nuevamente me dirige la palabra, aludiendo a mi novela que así se llama. Yo le sonrío y me preparo para poner a prueba una vez más, mi inglés “en proceso”.

–Quizás en otra vida. Bueno en realidad no podría decir mucho porque acabo de empezarlo y a veces me demoro un poco en entender las ideas cuando traduzco del inglés al español.

Me preguntó las clásicas cosas como de dónde era, qué hacía y qué me parecía la ciudad. Ahí nos detuvimos un buen rato para hablar de los estilos de vida, los barrios y la personalidad de sus habitantes. Me explica el sentido del humor que tienen los norteamericanos, que cambia según la ciudad de la cual provenga: los de la costa Este son más sarcásticos y utilizan mucho el humor negro, para reírse de situaciones y de sí mismos. Él me dice que quizás el desarrollo y el intercambio con tantas culturas ha marcado una diferencia enorme que contrasta a las regiones más centrales del país.

–Para elegir el lugar donde quieras establecerte, es tan importante evaluar primero qué es lo que te hace feliz. Preguntarte: qué necesito para sentirme bien. Por ejemplo yo: Amo vivir en esta ciudad porque soy consultor para el Banco Mundial, lo que me permite trabajar sólo 182 días al año y el resto de tiempo disfruto hacer las cosas que me llenan el alma. Como por ejemplo, la fotografía. Yo viajo por el mundo sacando fotos de lugares, personas, situaciones y naturaleza.

Me muestra las que hizo durante su última travesía por el Sudeste Asiático y la verdad es que su trabajo es increíble. Me cuenta que para él es esencial movilizarse en contextos que le den tranquilidad como este. En contraposición mía, que me inclino hacia lugares más convulsionados como New York.

–Para ser honesto, siempre soñé con vivir en Brooklyn pero el tiempo fue pasando y ahora mi ex novia se ha mudado hacia allá– Se ríe.

Ahí se corta un poco la conversación, no sé qué decir. No quiero parecer entrometida porque hay personas que cuidan mucho su vida personal, así es que avanzo con mi punto, argumentando que no debería dejar de hacerlo si realmente es lo que ha soñado siempre… Además, son millones de ciudadanos como para estar topándose por ahí.

Me mira acertando y me cuenta que va a cumplirse un año de su ruptura y que aún no logra superar la pérdida. Ha tenido que apoyarse con tratamiento psicológico y otras terapias complementarias, como la medicina china y la meditación. Ningún camino por separado, sino que todo en su conjunto ha contribuido en su proceso de sanación.

–Los primeros meses me sentía devastado, no solo el corazón, sino el cuerpo. Algo totalmente desconocido para mí: que físicamente un hecho de la vida te duela y que tengas que hacer las cosas como un robot porque la sola oportunidad para detenerte a pensar implicaría pasarte el día completo en la cama… Definitivamente era nuevo. Y he pasado por tantos estados, primero la desesperación que te da cuando comienzas a entender que nada va ser como antes, que la relación se terminó de verdad y que aquella persona que amas decide irse lejos para cortar realmente de raíz. Después de agotar todos los intentos para intentar revertir la situación y darte cuenta de que ya no está en tus manos y que probablemente nunca lo estuvo porque una relación se construye de a dos, me hizo caer en una depresión. Ahí es cuando vine a tocar fondo– Me mira y se le escapa una carcajada –A propósito soy Robert, no creo habértelo dicho antes.

Nos reímos un buen rato y continúa con su historia. Me sorprende su capacidad para comenzar a hablar de lo que le pasa y con qué apertura se adentra en temas que por lo menos yo acostumbro a compartir con mi círculo más cercano. Yo le pregunto qué hacía cuando estaba con los ojos cerrados y me cuenta que son ejercicios de re-conexión para volver a su centro cada vez que siente que anda muy disperso.

–Hay veces que viene bien disciplinar la mente y conectarme con el momento presente. Tiendo mucho a irme hacia el pasado y revivir los recuerdos, así es que esta fue la manera que encontré para salir adelante.

            –¿Y te resulta?– Le pregunto curiosa.

–De a poco sí– Y se ríe –Veo que no me crees mucho. Pero si te contara las cosas que he hecho, pensarías que estoy loco y saldrías arrancando.

Yo abro más los ojos y lo insto a que me cuente el límite de su “locura”.

            –Bueno ¿Conoces la plaza de los perros?

Al frente del edificio en el que vivo hay una placita de mascotas. Es un maravilloso espacio verde que termina como una punta de diamante, rodeada de árboles, macizos de flores y cercada por unos barrotes dorados que deben ser antiquísimos. Durante el día es el punto de encuentro de todos los perritos del sector quienes guiados por sus amos, van felices a este paraíso canino. Así es como de todas las razas, grandes chiquitos, peludos, pelados, distinguidos y mestizos, se la pasan corriendo de un lado a otro, siguiendo una pelota o haciendo acrobacias. Y es tal el éxito que tiene que es un verdadero espectáculo contemplar cómo es que al acercarse van tirando de las correas desesperados para llegar cuanto antes… Como mi escritorio da hacia la ventana que se orienta justo al frente, los distingo hasta dos cuadras. Me divierte pensarlos con voces propias: –¡Apúrate papá que ahí están mis amigos! ¡Acá vengo! ¡Espérenme, no comiencen sin mí! Ven que yo tengo patas cortas y con mi papá estamos los dos muy gordos para movernos tan rápido–. Son como niños. Y los que ya están adentro, llaman a ladridos a los que se vienen acercando, como si los esperaran para continuar el juego. Otra realidad paralela es la que se vive entre “humanos”. No dudo de que acá mismo amistades han nacido, porque entre todos se conocen, se saludan muy fraternalmente y se pasan las tardes de verano completas charlando animadamente.

–Yo no tengo perro. Pero por muchos días seguidos, ir a la plaza y sentarme a observar a la gente conversando felices era algo que me llenaba de esperanza. Me recordaba la felicidad en lo simple, en lo cotidiano… Y cuando la gente me miraba como preguntándose cuál era mi perro, yo levantaba la mano mirando hacia el montón de canes que corrían de un lado a otro y gritaba: ¡Héctor! ¡Héctor! ¡Acá estoy! Y ahí me quedaba con una sonrisa. Nunca nadie supo que yo no tenía un perro. Y sin embargo, conversé acerca del amor hacia los animales como si fuera un gran entendido. Al final... El amor es el amor.

Nos reímos un buen rato y ya cuando se ponía el sol, comencé a sentir algo de frío. Así es que junté mis cosas y nos despedimos.  Y antes de desaparecer le grito:

            –¡New York te espera!


            –¡Quizás en otra vida!